sábado, 12 de dezembro de 2009

 
EXÍLIOS...

Exilio, del latín, prohibición. A los exilados les era prohibido hablar con otros seres humanos, utilizar el fuego para cocinar sus alimentos, y habitar moradas a no ser que las hubiesen construido con sus propias manos. El exilio era una condición de deshumanización, era "estar fuera de casa” y perderse como ser para el otro, la pena máxima.
Comprobamos a lo largo de la historia, que las situaciones de exiliamento, individuales o colectivas, fueron siempre propulsoras de una rica poética, movida por la búsqueda de lo deseado y ausente: la tierra prometida, el amor perdido, el pasado que se ha ido.
Es por eso que la palabra “exilio” engloba la idea de una pérdida, que al ser revestida por la palabra, puede tornarse creación. El propio San Juan de la Cruz escribió sus primeros poemas, preso en su mazmorra y prohibido de ver la luz del sol. Fue en esa oscuridad que nació la poesía española en todo su esplendor.
Es esa posibilidad creadora del “exilio” que este blog incita, a través del lirismo de la vida cotidiana, que todos llevamos dentro. Lo reencontramos en el extrañamiento del migrante por "estar fuera" de casa. Y en todos esos momentos en que nos animamos a atravesar las fronteras de la imaginación, la razón y la emoción, asumiendo el desafío cotidiano de nuestro vivir.
Verónica Pérez (Porto Alegre, 2009)

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domingo, 6 de dezembro de 2009

 
Hoy les presento este cuento de Luis Silva Schultze, que el autor, uruguayo, ha enviado desde Cataluña para nuestro blog. El título "La cabina" coloca en el centro de las atenciones ni más ni menos que el teléfono. Los que somos migrantes, sabemos del valor del teléfono como receptáculo de la voz del ausente-amado, en particular cuando la distancia torna imposible la frescura de la mirada. En esta historia tragicómica, deseos, temores y malentendidos se entrelazan, configurando un buen mosaico de la vida secreta (y no tanto) de todo migrante.
Continuamos recibiendo textos sobre "los exilios" de los lectores, a través del e-mail veronicaperez@terra.com.br . Los dejo con "La Cabina", espero que lo disfruten.


LA CABINA

por Luis Silva Schultze


A mediados de febrero de 1977, Mariel, con sus veintisiete años recién cumplidos, tiene necesidad de huir de la dictadura militar uruguaya. Luego de unos días en Buenos Aires, sus contactos clandestinos le permiten llegar hasta una Barcelona en plena ebullición democrática. En su segunda semana de estadía, comienza a trabajar en un restaurante de un compatriota minuano, lo que le permite con sus primeros ahorros, al año de llegar, alquilar, (¡sola!), un apartamento muy chiquito en el barrio de San Andrés. Mientras da sus primeros pasos por la cultura catalana en la búsqueda de integrarse en su nuevo mundo, dedica también varias horas a la semana, junto con otros uruguayos exiliados y algunos españoles solidarios, a denunciar la situación existente en su país, y contribuir en todos los sentidos y formas posibles, a la lucha que allá dentro se seguía librando.
Un sábado de noche, en una reunión en que se estaba organizando un festival donde iba a cantar Alfredo Zitarrosa, en el gimnasio municipal del mismo barrio en que ella vivía, conoció a un uruguayo, recién llegado, que como le gustaba decir a su vecina y amiga andaluza, “estaba para correrlo con un colchón”. Muy seductor, con más versos que Machado, Juan le cayó muy bien a Mariel. En consecuencia, unos vinitos , y el deseo de darle unas horas de descanso a su independencia, fueron suficientes para que ella se decidiera a mostrarle como era una noche loca en su apartamento, no sin antes advertirle, “la palabra noche, igual que la palabra gente, no lleva plural”.
Al otro día, la dueña de casa se despertó tardísimo, se puso su bata celeste, y cuando pensaba dar el clásico besito de despedida, como en otras oportunidades similares, se dio cuenta que Juan ya tenía la comida preparada. En la mesita sin mantel del pequeño comedor, había puesto en un vaso con agua, la rosa que juntos habían arrancado la noche anterior. Aquél arroz estaba riquísimo. Por ahora, todo lo hacía bien el mozo. Pero luego, como el sofá que ella se había traído desde el container de la esquina era muy duro y la tarde estaba lluviosa, no quedaba otro lugar que no fuera la cama, aún caliente, para tomar el café junto con los licores de la atracción, aún latente. Pero esta vez, no solo estuvo presente la pasión carnal., sino que hubo una necesidad mutua por conocerse mejor. Poco a poco, se fueron construyendo, palabra a palabra, beso a beso, puentes de ternura para hacer posible las invasiones afectivas. Mariel se fue olvidando de aquella promesa adolescente que ella se había hecho, de que amaría a otro pájaro, si, pero sin compartir el mismo nido. Porque Juan ya volaba sin parar por el apartamentito como si fuera suyo: entre una canilla del baño que se goteaba y que se propuso arreglar, otra vez en la cocina para cenar algo, y en todos los sitios su volcán afectivo que no paraba de emanar cariños y ternuras. Entonces se fue quedando y quedando, y Mariel saboreando y saboreando las mieles iniciales de la convivencia, cuando aún las abejas no pican. Con el correr de los meses y el plural de las noches, por entre las olas del querer y la bruma de las dificultades del día a día, fue avanzando firmemente un velero con el nombre de los dos hacia la claridad del amor.
Allá en Montevideo, la madre de Mariel nunca había comprendido la salida del país de su hija. Anclada al televisor que sólo le hablaba de los enemigos de la patria, desde su ventana abierta al calor de las tradiciones conservadoras, nunca vio como se pudría el árbol de la libertad de su vereda. Pero cuando por carta se enteró que Mariel vivía con un hombre sin casarse, estuvo a punto de ir hasta el árbol para colgarse. Para cortar estos disgustos maternos que llegaban por carta, la pareja tuvo la idea de simular un casamiento, invitando a varios amigos y vecinos, todos con sus mejores trajes y vestidos, y que en las fotos que fueron para Montevideo aparecían brindando con champagne por la felicidad de los novios. En una de ellas, aparecía el dueño del apartamento que de casualidad había llegado para cobrar el alquiler, con más cara de sorpresa que de alegría, abrazando a su hijo Juan que acababa de conocer. En otra, Mariel, con un vestido muy blanco y largo de una compañera de trabajo, se ponía de sombrero la libreta de casamiento de su amiga andaluza, mientras ésta le tiraba arroz por el escote. Cuando le llegó las fotos por correo, la madre de Mariel, oronda y muy contenta, corrió a mostrárselas a las vecinas, que con nostalgia, recordaban como le habían enseñado a caminar a la novia. También se las enseñó al cura Santiago, que luego de mirarlas detenidamente, una por una, tres veces, como si algo le llamara la atención, solo hizo una crítica, y era que en aquella trascendente ceremonia faltaban crucifijos y sobraban botellas. Pero no dijo nada más.
Una tarde, paseando sola y con tiempo, Mariel se decide a entrar en una cabina telefónica. No tenía dinero, pero sí unas ganas locas de escuchar la voz de su madre. Por aquellos años, una llamada telefónica intercontinental de quince minutos era casi un alquiler. ¡Qué diferencia entre leer una carta a escuchar otra vez el timbre de su voz!
¿ Y si la llamaba sin poner monedas y escuchaba el hola del otro lado? Luego se cortaría, claro, no podría hablar más, pero por lo menos habría obtenido, para alegría de su corazón, un hola, solo un hola, el cálido y cariñoso hola rioplatense, el cálido y cariñoso hola de mamá.
--Hola, quién habla?
--Mamá, soy yo!
--Mijita!!! Mijita!!Mijita!!!
--Esto no se corta!!!
--¿Qué es lo que se tiene que cortar?
--La llamada, mamá. No puse monedas y seguimos hablando.
--Siempre te avisé que Dios existe y tú siempre tan descreída.
Conversaron dos horas. Cada vez que se acercaba una persona para hablar, Mariel tapando el tubo con una mano le pedía por favor si podía ir a otra cabina que ella estaba haciendo una llamada al extranjero. Hasta que llegó una argentina, y al poco rato aquella esquina se constituyó en una pequeña Latinoamérica, un nuevo Estado en Europa, sin constitución pero con teléfono.
En esas dos horas de conversación, madre e hija no lograron encausar la conversación hacia temas importantes. Los nervios y la sorpresa, las concentraban más en el placer de escuchar que en encontrar un hilo lógico y adecuado de diálogo. Hablaban del tiempo atmosférico de allá y de aquí, de tonterías de vecinos, etc. Se interrumpían permanentemente, queriendo hablar de todo, pero sin profundizar en nada. En determinado momento, la argentina y su tribu, le hicieron saber por señas muy claras a Mariel que tenía que dejar la cabina, el primer golpe de estado en la flamante república. Ella entonces se despidió y confiando que continuara el bendito desperfecto, le prometió a su madre que volvería a llamarla mañana. Al otro día, por las dudas, llevó hasta el teléfono la cajita del té, donde guardaba las pesetas para el alquiler, para no generar preocupaciones en su mamá, en el caso que la cabina ya estuviera arreglada. Pero se llevó la cajita sólo para sacar un poquito de ella, el necesario para explicar que la cabina ya la habían arreglado y no era gratis como el día anterior. Cuando llegó y no vio a nadie temió lo peor. Y luego, después del hola, efectivamente la llamada se cortó porque había probado sin poner dinero. Puso algunas monedas de cien pesetas en la ranura inclinada y volvió a discar.
-- Cuidado mamá que estoy poniendo monedas de las grandes que caen como granizo.
-- No importa mijita, son sólo monedas.
-- Pero no te imaginas con la velocidad que caen y con estas monedas y unas billetes más, pago el alquiler mamá.
Pero resulta que ahora la madre se había preparado en buena forma, como veintisiete años antes cuando se sentaba para dar de mamar, para una conversación muy larga y donde se tocaran asuntos serios y vitales para las dos. Mariel no sabía como parar la catarata de preguntas maternas acerca de su vida en Barcelona y miraba, muy nerviosa, como bajaba el té en la cajita. Y después de diez minutos y miles de pesetas que la máquina muy bien arreglada se tragaba,
-- Mijita tengo una sorpresa para ti. El padre Santiago te quiere saludar.
-- Mamá!!! Me estoy gastando el alquiler y voy a tener que venir a vivir a esta cabina…
-- Hola Mariel, te habla el padre Santiago, ¿cómo estás?
-- Bien, pero con mucha prisa porque mamá no entiende que hoy no es gratis.
-- Ten paciencia, Dios todo lo arregla. Te quería dejar un beso. Siempre te recuerdo con tu vestidito rosa cuando tomaste la comunión, estabas preciosa…..
-- Me emocionaría más si esta llamada la pagara el Vaticano.
-- No le dije hasta ahora nada a tu mamá, pero no puedo dejar de hablarlo contigo ahora, porque hay un tema muy importante….
-- Bien rapidito que ya no tengo monedas para poner.
-- Escucha, escucha por favor, sólo un segundo más: en las fotos que me mostró tu mamá, observé que tu marido es el mismo que yo casé hace diez meses con una vecina de nuestro barrio y que está pronta para ir para allá...
---Qué?!!!!!
--- Hola, hola, ¿me escuchas?,… Mariel, ¿me escuchas?.. paso el teléfono a tu mamá que te quiere decir algo….
La cabina quedó vacía, la puerta abierta, el tubo colgando, la cajita de té en el piso, pero se oía una voz, mijita!,mijita!, mijita!.


Luis Silva Schultze (Cataluña, 2009)

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