quinta-feira, 26 de novembro de 2009

 

un poco de luz para un día viernes demasiado nublado

Después de unos días, estamos nuevamente on line. Hoy es un poco rápido, porque es de madrugada, en una noche de relativo insmonio. Estoy aqui sólo para traerles luciérnagas y otras letras que exhalan el verano que ya se aproxima. Pablo Galante, uruguayo (viviendo en el paisito) nos ha enviado sus textos, de los cuales hoy posto apenas uno. Vendrán otros después.
Agradecimientos al autor, y a todos, que disfruten el poema.



Leyenda de Luciana


por Pablo Galante



Volaban luciérnagas

y el muchacho dijo Ana

(la comunión de los mares comenzaba)

Cantaban las sirenas

se batían las espumas con las algas

alguien brotaba desde el centro de las almas

estambres en el aire la poesía navegaba

quilla rápida y agua salada

“ahora tenemos luz y ana”

volaban luciérnagas

las sombras se acomodaron

a besarse en la barcaza.



Pablo Galante es uruguayo, nacido en 1969, biografía más detallada de este autor, y más poemas, pueden ser leídos en el site de Elecciones Afectivas del Uruguay (vide la entrada para este site en la lista de blogs)

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segunda-feira, 23 de novembro de 2009

 

Taller de Literatura (bilingüe) en Porto Alegre

Estoy lejos del blog hace varios días, por motivos de fuerza mayor, pero prometo que será por poco tiempo. Estoy en deuda con varias personas que me han escrito durante este breve receso, a través de nuestro e-mail, con aportes o comentarios para el blog, que prometo actualizar tan pronto como me sea posible.

También me gustaría contarles, en particular para los hispanohablantes que viven en Porto Alegre, que la idea del Taller Literario está cobrando fuerza por estos pagos.

Surgido de la necesidad de escribir, para acompasar nuestros exilios interiores de todo tipo, el Taller (aún sin nombre) promete constituirse como un espacio de lecto-escritura, de creación poética, o simple ejercicio de escritura que permita ficcionalizar la vida cotidiana.

Así, convidamos a todos los interesados de Porto Alegre a unirse a esta iniciativa, serán bienvenidos todos los amantes de la literatura en portugués o esapañol.

Contactos: veronicaperez@terra.com.br

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quarta-feira, 11 de novembro de 2009

 

para los amantes de lo ominoso

Los dejo hoy con otro imperdible cuento del uruguayo Duilio Luraschi. Un poco de lumbre siniestra para el medio de la semana...Como siempre, estamos abiertos para comentarios, mensajes o preguntas a los escritores que nos envían sus textos, así como otras sugerencias de autores para postar. Buena lectura a todos.



Silencio


por Duilio Luraschi


Estaba sentado en un banco frente al cementerio. Vivía a media cuadra de la puerta de entrada. Allí, el muro se alargaba, siempre igual, hasta el arroyo, que en ese entonces era apenas un hilito de agua maloliente bordeado de sauces, con sus largas ramas hinchadas por la humedad, que caían, flácidas, sobre la basura que todos arrojaban. Estaba sentado en el banco de piedra mientras esperaba que el ómnibus pasara.
Trabajaba al otro lado de la ciudad, en una carpintería pequeña, que pertenecía a la viuda del último de los dueños del molino. Como el molino quebró, ella dedicó lo que quedaba de la herencia a poner un negocio de maderas, cosa muy común por aquellos días.
Yo no era de la zona. Había llegado con Sara, mi esposa, y mis dos hijos pequeños no hacía tanto tiempo, y nos habíamos instalado en una casa antigua pero luminosa en una calle angostísima, que nacía en la ruta y moría en el arroyo. Los vecinos eran pocos, ya que nadie quería vivir frente al cementerio.
Los niños crecieron entre perros de caza, criando renacuajos, buscando tesoros debajo de las piedras, como todos los niños de la zona, pero había algo en el varón que lo distinguía de los otros: desde que llegó al lugar no dijo palabra. Tenía tres años cuando decidimos dejar nuestro pueblo, cerca de Cerrillos, para probar fortuna en una ciudad un poco más grande. La niña en ese entonces tenía ocho años, pero el varón, de seis, no decía palabra.
El médico del pueblo, un hombre grandote, de pelo rasurado, nos indicó un pase para un especialista, pero todos los especialistas vivían en la capital, y si bien las cosas no me iban mal en el trabajo, no tenía el dinero suficiente para la consulta ni para nuestro desplazamiento. Además la carpintería tenía un pedido mensual de tres ataúdes finos, que requerían de todo mi esfuerzo. Los otros, los cajones simples de pino, los hacían dos jóvenes aprendices, pero los trabajos importantes me los encomendaban a mí, cosa que me llenaba de orgullo.
El cura párroco nos había dicho que teníamos que dar nuestro hijo a la Iglesia. Su silencio era un misterio divino, quizá un llamado del Señor para que el niño ingresara a las filas del sacerdocio. Sara insistía con que lo llevásemos al monasterio pero yo me negaba una y otra vez, con la esperanza que el muchacho se curara, que como calló así, de un solo golpe, comenzara a hablar del mismo modo. Cada noche, al llegar a la casa, me quedaba observándolo. Él permanecía siempre en su silla, en silencio, y nada se escapaba de sus ojos, vivaces, pero de su boca no salía una sola palabra.
Como no podía ir a la escuela se quedaba con Sara y la ayudaba con mínimas tareas de la casa, como secar los trastos o hacer las camas. En las horas que tenía libres cruzaba al cementerio, y recorría con su dedo índice todas las lápidas y las cruces. También dibujaba. Sus dibujos eran extrañísimos, llenos de líneas de colores vivos y brillantes, enmarcados con un trazo de por lo menos un dedo de ancho, del negro más intenso. El cura párroco insistía que eran luces celestiales pero yo me negaba a que mi hijo pasara el resto de su vida encerrado en una celda en alguna abadía en medio del campo.
Me acercaba hasta él, sonriendo, y le pegaba suavemente en el hombro con el puño. Él levantaba la vista pero sólo quedaba mirándome.
Yo estaba sentado, frente a la puerta del cementerio y pensaba en todo eso.
El ómnibus demoraba, así que me puse a armar un cigarrillo. Silbaba una vieja canción, que oía cantar a mi madre cuando era pequeño. Acostumbraba a silbar, lentamente, entonado, cuando estaba solo o aburrido, cuando el tiempo se hacía eterno, como ese día en que esperaba que apareciese el ómnibus que nunca llegaba.
Y allí estaba, sentado, haciéndome sombra con el ala más ancha del sombrero, armando un cigarrillo sin premura, dejando que el tiempo pasara.
En ese instante llegó Coitiño, con su andar lento, pausado, y se paró frente a mi.
- ¿Quién murió hoy?
- No sé -dije, mientras seguía con mi cigarro.
- ¿Cómo que no sabe?
- Hace rato que estoy acá sentado pero no vi ningún cortejo.
- ¿Y no le hicieron algún encargo especial?
- Ninguno. Tres cajones por mes. Lustrados, con cruz y aros de bronce. Como todos los meses: tres cajones de los buenos.
Coitiño frunció el ceño, como si lo que yo le había dicho no fuese cierto. Pero yo no lo sabía. No lo supe hasta que llegué a la carpintería.
Era tiempo de elecciones y un muchacho regordete pasó, montado en su bicicleta enorme, con un altavoz anunciando que iba a hablar el diputado Ibáñez en el Club Social esa noche. Parecía que en cada pedaleada dejaba la vida, y decenas de gotitas de sudor le caían por toda la frente, zigzagueando, hasta el cuello de la camisa. No le importó que pasara frente al campo santo, siguió con su parlante a viva voz, mientras pedaleaba.
Por fin se vio, a lo lejos, el ómnibus, que por el polvo que levantaba me di cuenta que traía apuro por llegar a tiempo a su destino. Me paré en medio de la calle e hice señas con los dos brazos.
Era el único ómnibus que había en la zona y cruzaba la ciudad de norte a sur, la bordeaba en parte y volvía a cruzarla de oeste a este. Como ya había hecho parte del recorrido encontré un único asiento. Estaba sobre la rueda, que parecía que de un momento a otro fuera a estallar por el calor del asfalto y la velocidad que el conductor le infringía.
- Llega tarde -dijo la viuda.
- Es por el ómnibus, usted sabe.
- Cámbiese de ropa y comience con un nuevo pedido. Es un ataúd especial. Quiero que luzca perfecto. Elija el mejor y apróntelo como si fuese para usted mismo.
Una vez que la dueña se marchó pregunté quién era el difunto.
Parecía que el único en el pueblo que no lo sabía era yo. Y Coitiño, pensé después, recordando nuestra charla en el cementerio. La voz se había corrido desde temprano en la mañana cuando encontraron al diputado Ibáñez muerto, en un lugar impropio.
- Pero si yo oí el aviso del acto en el Club Social - repliqué.
- Lo que pasa es que el aviso estaba pago y como el dueño del altavoz no quiso devolver el dinero, el partido lo obligó a dar toda la vuelta al pueblo.
En ese momento apareció la viuda, dándose golpecitos de palma contra su muslo generoso, y me indicó los últimos detalles.
Trabajé con esmero toda la mañana.
A eso de las doce los muchachos salieron a comer, pero yo me quedé porque el pedido era urgente.
Ya casi había terminado cuando escuché que alguien entraba por la puerta principal. Apretaba el último tornillo, aferrando la gran cruz con el Cristo a la tapa, por lo que no alcé la cabeza hasta que oí una voz profunda de hombre que decía:
- ¿Está pronto el ataúd?
Cuando levanté la vista lo vi.
- ¿Está pronto? -insistió la voz grave.
Yo no pude decir palabra. Era el diputado Ibáñez. Llevaba un traje habano y camisa blanca de seda, pero, cosa rara en él, no traía lazo o corbata.
Entonces, por la misma puerta por donde entró, apareció mi hijo con una bolsa con comida. El niño pasó delante de él, y una vez que estuvo al lado le acarició la cabeza, con cariño, como solía hacerlo en las reuniones políticas con los hijos de los correligionarios. Yo me adelanté unos pasos y lo traje conmigo. El niño dejó todo sobre una mesita llena de herramientas y se quedó así, como siempre, mirando.
El diputado estuvo largo rato observando mi trabajo. Era, sin lugar a dudas, el mejor ataúd que había preparado. Una vez satisfecho, se marchó, lentamente, mientras se alisaba el cuello de su camisa.
El niño permanecía en un rincón, armando casitas con trozos de madera y corcho, deshechos que muchas veces iban a la estufa o al asador. Parecía tranquilo, inmerso en sus construcciones, que se elevaban unos veinte centímetros de la mesa, y que semejaban pequeños panteones de un imaginario cementerio. El niño estaba absorto en su juego mientras yo sólo alcanzaba a lustrar una y otra vez la cruz del féretro. Cuando llegaron mis compañeros estaba sentado junto al cajón, en total silencio.
Entraron a las risas, golpeándose los hombros, y se pusieron a trabajar de inmediato, sin tomarme en cuenta, como si estuviesen inmersos en su propio mundo.
Entonces pensé que todo había sido una broma; que ellos me habían mentido acerca del muerto; que el fallecido podía haber sido el doctor o el Intendente, quizá la esposa de Ladislao Guerra, hombre de mucho dinero capaz de pagar un cajón de lujo.
No podía haber visto a un fantasma. Además había oído claramente el altavoz anunciando su mitin en el Club Social esa misma noche. Seguramente ese par de rufianes eran de otro partido. Ellos seguían riéndose mientras lustraban sus cajones; se tiraban con tarugos y viruta, como si hubiesen recibido una buena noticia o simplemente riendo como tontos que no tienen en qué pensar sino en divertirse.
El tonto he sido yo, me decía, cómo pude creerle a ese par de cretinos.
- Ustedes me mintieron -les dije- No fue el diputado Ibáñez el que murió. ¿Para quién es este cajón tan lujoso?
Los muchachos dejaron de reír de inmediato. Tobías, el menor, fue hasta la piecita del fondo y trajo el diario local. En la página fúnebre habían por lo menos seis avisos: de su esposa, de sus hijos, del Partido, del Club Albatros. Hasta había un editorial, escrito por un tal Javier Jancovics, que elogiaba ampliamente a su correligionario e invitaba al sepelio, donde habría una pequeña oratoria.
No hablé más del asunto. Terminé mi trabajo y volví a casa. Llevaba a mi hijo de la mano. Le acariciaba suavemente la cabeza y pensaba que el diputado Ibáñez había hecho lo mismo, unas horas antes.
Sara me esperaba con el diario sobre la mesa. Era el diario que había visto en la carpintería. Mi hija vino corriendo del fondo y nos besó a su hermano y a mí.
Apenas llegué, me puse a recordar nuestro primer día en esa casa: el muro ciego del cementerio en la vereda de enfrente, la dueña, con su cara alargada, que culminaba en una nariz musculosa, como la trompa de un zorro; aquellas personas que se acercaron para darnos la bienvenida.
No sabía bien por qué, pero me venían, en oleadas, todos esos recuerdos. Entonces salí al jardín y quedé observando, desde la verja, la puerta del cementerio. Los cipreses giraban de modo casi imperceptible. Entré. Sara ya estaba sentada a la mesa.
- ¿Viste quién murió? -preguntó.
No contesté. Esperaba que ella me lo dijera.
- El diputado Ibáñez -dijo, en seguida, mientras servía un plato con trozos generosos de torta de vainilla.
- Hoy lo vi - le dije.
Se hizo un silencio y proseguí:
- Hoy lo vi. Estaba terminando su ataúd cuando apareció por la puerta. Preguntó por su féretro. Quería saber si estaba pronto.
- Estás cansado -dijo Sara.
- No estoy cansado, lo vi.
Entonces ella se puso a cortar más trozos de torta, haciendo un montoncito con las migas, que llevó hasta la cocina.
Mi hijo observaba, por la puerta entreabierta de la habitación, la gran cruz de hierro forjado, y trataba de dibujarla en una hoja de papel garbanzo. Mi hija jugaba en el patio.
Yo quedé pensando, con la vista perdida en la mancha de humedad que ocupaba el techo y parte de la pared del fondo.
Se hizo la noche.
Cuando reaccioné, vi a mi hijo que, poniéndose el dedo índice sobre sus labios, me hacía una pequeña seña para que guardara silencio.
Entonces comprendí todo.


DUILIO LURASCHI

(Cuento de “Las fieras” Caracol al Galope, 2002).

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terça-feira, 10 de novembro de 2009

 

Uruguay en Gotemburgo

Hoy tengo el placer de postar un conjunto de versos sobre el exilio, gentilmente cedidos para el blog por el poeta uruguayo Hebert Abimorad, residente en Gotembugo. La distancia entre Porto Alegre y Montevideo, y más aún, de Gotemburgo, hicieron que su obra fuese para mí, hasta el momento, totalmente desconocida. No fue poca mi sorpresa al entrar en su página -que encanta al lector desde el vamos, por su sobria belleza y cuidadosa propuesta estética, que ya merece de por sí varias visitas detenidísimas- no fue poca mi sorpresa entonces al depararme con una obra densa y consolidada, que va mucho más allá de la autoreferida frugalidad de los poemas. Nos encontramos allí en presencia de la obra de un autor en el sentido último de la palabra, de la construcción de un estilo, con su verdadera etimologia de "estilete" (corte, marca) que hace de la heteromía su más rico juego poético. Estoy en deuda entonces con el autor, por postar tan pequeña referencia de una obra de ese calibre, pero confío en que los lectores harán su debida visita a la página de Abimorad para descubrir por si mismos la carismática propuesta de este autor.



EL VIENTO


El viento golpea
Mi cara desnuda/ Una y otra vez
Encojo mis hombros/ Frunzo mi boca
El viento golpea/ Una y otra vez
A la distancia/ Una brisa
Cálida y sonora/ que se detiene
En el viento frío
Que golpea mi cara/ Una y otra vez.




LOS MÍOS


allí estaban
con la brisa de diciembre
entre manos y pañuelos
allí estaban
allí estaban los míos
un corto silencio
pedí disculpas por la demora
y retomamos la conversación


HEBERT ABIMORAD
de Poemas Frugálicos, ediciones Libertarias España 2006


Visite el site del escritor
http://www.abimorad.just.nu/

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segunda-feira, 9 de novembro de 2009

 

irreverentes sagas migratorias...

Hoy tuve un feliz comienzo de día, cuando recibí por mail la contribución del uruguayo Fernando Gil, cuyo trabajo realmente no conocía, para nuestro blog.
Una nota de humor para la mañana del lunes, y que bueno que haya producciones de este tipo también, que sacuden por su irreverencia, si no, que duros serían los "exilios". Gil nos trae la voz, por veces tragicómica, del payador Guayberto, y quien podría no encontrar allí, en la sonoridad retumbante de ese "guay"...la saga de tantos hijos del Uruguay. Preciosa contribución para el blog. Gracias al autor por la entrega, y aqui va el texto!



EL DESARRAIGO

por Julio Fernando Gil Diaz


No tuve opción ni salida
al momento de partir,
solo me quería ir
y poder cambiar mi vida.
En esa especie de huida
en que me guío el impulso
quemé todos los recursos
para cumplir ese sueño
dejé el calor hogareño
y a España le puse curso...

Abandonar mi país,
fue algo terrible y osado,
si alguien me hubiera aclarado
todo lo que se vendría
paños fríos le pondría
a ese impulso incontenible...
Aunque parezca increíble
hoy le aseguro a cualquiera
que no encontrarás afuera
cosas que ahí son posibles...

Por eso va mi experiencia,
lo advierto con claridad,
que solo es “mi verdad”
sin pretensión ni creencia
de constituir la esencia
del vivir de un emigrado,
quiero dejarlo aclarado
antes de hacer mi relato
y hecho público ese dato
sigo con el recitado...

El primer gran desarraigo,
disculpen que así los peche,
fue el frasco ‘e dulce de leche
que por olvido, no traigo.
De pique yo me distraigo
y al hacer el equipaje
con el estrés por el viaje
y mil detalles ignotos
tengo ese momento choto.
¡¡¡Crimen, desastre y ultraje!!!

Luego al aeropuerto voy
y como un inmenso río
desfilan enfrente mío
otros chicos como yo.
Lo que Uruguay no nos dió
buscaremos por el norte
y allí mismo se da el corte
empezando de movida
efectos de la partida...
Duro pa’l que lo soporte...

El avión ya carretea,
levanta vuelo y me aleja
de mi tierra, de mi vieja,
todo lo que me rodea...
Dejo a mi vista que vea
por última vez la rambla,
que se achica y que se ensambla
al paisaje y al contorno...
Y ahí juro que retorno
pa’ revivir esa estampa...

¡Al barrio, sí que se extraña!!
Porque acá es bien diferente,
¿será que el frío a la gente,
la contamina y la daña?.
La integración que se empaña,
que se complica y se opaca
pues te tildan de “sudaca,”
solo por ser extranjero...
Se olvidan... fueron pioneros,
sin tildarlos de “europeacas”

En el final yo quisiera
dejar un mensaje claro
el desarraigo es muy caro
y antes de hacerlo pensá
que el dejarlo todo atrás
es duro y deja secuelas.
Y si al final te desvela
el sueño de ser feliz
no olvides a tu país...
¡Y regresá en cuanto puedas!!

Guayberto, el uruguayo


Julio Fernando Gil Díaz (Montevideo-Uruguay, 1963)
Del autor por él mismo:
Empleado -con título de Procurador (que no ejerzo) producto de una abortada carrera de Abogacía- encontré en la escritura una vocación desconocida. La oportunidad expresiva que la revista La ONDA digital me diera, permitió comenzar un derrotero literario que comparto con miles de cybernautas que visitan la red.
Artículos publicados también en el mensuario Participando (órgano de prensa del Movimiento de Participación Popular), sobre la temática del frustrado Voto Epistolar, fueron parte del caudal de notas de opinión escritos a ese respecto.
Gracias a la pertinaz inspiración de Sylvia Roig, fue posible escribir la historia ficticia de un uruguayo emigrado en ocasión de la crisis del año 2002 que sufriera el Uruguay, y que permitiera recrear las peripecias vividas por miles de compatriotas que partieron al exilio en busca de una oportunidad que no tenían en su tierra. "Walberto ó Guayberto, el uruguayo" fue presentado en ocasión de la Feria del Libro del año 2007, sin apoyo editorial que posicionara siquiera el tema en las noticias editoriales del momento.
En medio de una campaña electoral vibrante y comprometida, semanalmente dejamos nuestras notas de opinión en un mero intento de dar a conocer nuestra opinión a quienes nos halagan con su lectura.

Para quien quiera acompañar el Trabajo de Fernando en la internet, siguen los links

El Perro Gil elperrogil@gmail.com
"Lea al Perro Gil en La ONDA digital: www.laondadigital.com"

Blog "El Rincón del Perro Gil":
http://elperrogil.blogspot.com/

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domingo, 8 de novembro de 2009

 

la carne y la nervadura de la lengua

¿Cuál es la lengua que se habla en un exilio? ¿La del país que recibe, la del país de donde se viene, o alguna otra? Todos los que por alguna razón vivimos fuera de la lengua materna sabemos que no hay una respuesta unánime para esa pregunta. Muchos vivimos en una tercera o cuarta lengua, mucho más funcional, personal, cargada de afectos y significaciones.
Para los poetas, la invención (o el descubrimiento) de esa otra lengua, que viene de forma fragmentada, desde abajo, de algún territorio exiliado pero intacto de la lengua, es bastante crucial. Siempre me fascinó la forma en que Gelman se refiere a esa búsqueda: cuenta que cuando llegó a Italia, inmediatamente comenzó a escribir poemas en italiano arcaico (lengua exiliada) para poder hacer frente al italiano moderno, aquella lengua que llegaba para él, dispuesta a arrollarlo, con una músicalidad absolutamente sedutora y avasalladora. Pero es en los poemas de Dibaxu que Gelman lleva hasta las últimas consecuencias este descubrimiento/invención de la otra lengua. En los poemas de Dibaxu, escritos entre 1983 y 1985, Gelman se escribe en zefradi, una lengua casi extinguida, y se traduce él mismo en español - SU español, permeado de colquialismos, voces arcaicas y referencias al tango rioplatense-.
"Necesité viajar al idioma del Cid -hoy llamado sefardí o ladino-, tal vez para explorar la carne y la nervadura de la lengua, tal vez porque el exilio me empujó al territorio más exiliado de la lengua. No lo sé."

Forma singular que tiene este poeta viajar por el filo de la lengua, perforar su sonoridad, acosarla, triturarla, molerla hasta extraer de ella el jugo de la raíz primera: tal vez eso quiera decir Gelman, con la expresión "polvo de exilio".

Hoy, por ser domingo, los dejo con esta preciosidad que son los poemas del Dibaxu.

(PS: Entrevistas a Gelman pueden ser leídas en el site http://www.sololiteratura.com/gel/gelmanprincipal.htm)



XV
tu boz sta escura
di bezus qui a mí no dieras/
di bezus qui a mí no das/
la nochi es polvu dest'ixiliu/

tus bezus inculgan lunas
qui yelan mi caminu/y
timblu
dibaxu dil sol/



tu voz está oscura
de besos que no me diste/
de besos que no me das/
la noche es polvo de este exilio/


tus besos cuelgan lunas
que hielan mi camino/y
tiemblo
debajo del sol/


V

quí lindus tus ojus/
il mirar di tus ojus más/
y más il airi di tu mirar londji/
nil airi stuvi buscandu:

la lampa di tu sangri/
sangri di tu solombra/
tu solombra
sovri mi curasón/


qué lindos tus ojos/
y más la mirada de tus ojos/
y más el aire de tus ojos cuando lejos miras/
en el aire estuve buscando:
la lámpara de tu sangre/
sangre de tu sombra/
tu sombra
sobre mi corazón/

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sábado, 7 de novembro de 2009

 

Del baúl de los recuerdos: verse partir

Buenos días. Hoy los dejo con este breve relato del escritor y amigo Robert Hirigoyen (Uruguay, 1957)que recuperé directamente del baúl de los recuerdos. Me encanta la forma en que el escritor coloca todo su peso en el papel de la mirada, que se torna más significativa cuanto menos visible se encuentra del objeto a ser mirado. El no verse - condición unívoca de todas las situaciones de migración, que el escritor capta aqui de forma sensible - facilita la separación, o la eterniza? En todo caso, lo que este cuento sugiere, es que aunque algunos vayan y otros queden, hay un mismo lazo que reúne al que se queda y al que se va, o como dijo mejor Vallejo, postado en el Prólogo de este blog, "Algo te identifica...". Buena lectura para los que siguen el blog, Verónica.



LA ÚLTIMA DESPEDIDA

Robert Hirigoyen


El avión -que lo llevaría a otras tierras a hacer mucho dinero para después volver a buscarla- estaba pasando bastante cerca de donde ella y todos los que se despedían de alguien se habían puesto para ser vistos.
No se llegaba a distinguir quién saludaba a quién, pero se veían personas que movían las manos, pañuelos y ropas de colores. Cualquiera de esas manos levantadas podía ser la de ella; entonces, todas las manos levantadas eran importantes.
Casi enseguida, como estaba previsto, el avión comenzó a girar suavemente sobre sí mismo y fue tomando más velocidad, alejándose.
La distancia que los separaba permitía esos pocos mágicos momentos en los que no es necesario mirarse para despedirse.
Basta con adivinarse.
La gente empezó a bajar para irse del aeropuerto. Ya habían cumplido. Pero ella seguía allí, sin saber que hacer con sus manos, silenciosas y desubicadas como nunca.
Una intensa bocanada de aire caliente le recordó que el avión levantaba vuelo y se dio cuenta que él ya no distinguía nada detrás de los vidrios.
Tal vez los otros ya estuvieran sentados pensando en el viaje, pero él, estaba segura, seguiría mirando hacia donde ya no quedaba nadie, aunque ella, estaba seguro, seguiría allí.
Saludaron entonces, por última vez.

Robert Hirigoyen


Robert Hirigoyen (Uruguay 1957) publicó sus primeros relatos en el libro colectivo Hijos de Nadie (Montevideo: Proyección/Fundación,1993). Este relato pertenece a su primer libro de cuentos, escrito entre 1991 y 1995, Un Pino Seco LLeno de Piñas (Montevideo:Grupo Lector Universo, 1995).

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sexta-feira, 6 de novembro de 2009

 

la falta del otro...más vértigos

La lectura de Vértigo (ver el postaje anterior) me recordó un poema o breve relato que escribí hace mucho tiempo. Hubo una primera imagen, escrita en los primeros años de vivir en Porto Alegre, que era la de la mujer, el perro, la catedral. El texto quedó sin conclusión hasta 2009. En ese año tuve la oportunidad de conocer, por mi trabajo, a una migrante transexual, que no tenía casa, vivía en los hoteles de la ciudad, y con la cual mantuve largas conversaciones, una de ellas, memorable, dentro de una pequeña iglesia. A partir de ese encuentro tan poco convencional, recuperé el trocito de poema, que así tomó su forma actual. No resisto la tentación de postarlo aqui, porque parece hacer un diálogo complementar con el cuento anterior de Duilio.
Yo creo firmemente en las interconexiones literarias, un texto siempre lleva a otro. Es por eso que este blog es una invitación a la lecto/escritura permanente. Salut!

LA MALAMADA

aquí la íntima carne

vencida de esperarlo

huye del hambre del perro de la calle

la malamada corre con su blusa de lana

por la ciudad arisca

las palomas se caen como sombras de los negros balcones

las dalias se resecan en los muros de tierra

y en la feria se queman las últimas manzanas

el olor rancio a café se mezcla con el wisky

y las flores de los bares

mientras la malamanda espera en las esquinas del mundo

a su hombre que nunca vino a arrebatarle

la soledad amarga de los niños sin padre

sin saber donde ha sido el país de las violetas

buscando para siempre las cinco de la tarde

la malamada se deshace como un jazmin que cae

por el desagüe sucio

a la deriva del cielo

a donde mundo se han llevado el amor

pregunta inmensa

y me han dejado tan sola en la garganta

en la pequeña calle

la catedral retumba de ladridos y pasos


(Verónica Pérez, Intermitencias 2009)

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de vértigos y ciudades

Las ciudades son entidades metafísicas. Basta estar en una ciudad desconocida para sentir su presencia, su mirada, y a veces, su amenaza latente. La ciudad a veces nos seduce, nos llama. Otras se torna hostil: nos traga, nos empuja, nos atropella. A veces es la ciudad de siempre, que se torna arisca, silenciosa.

Continúo postando textos del uruguayo Duilio Luraschi. En este caso, es uno de los textos que Duilio disponibilizó para postar en este blog. Hay tantos otros...pero vamos con este.



VERTIGO (La cidudad)

Duilio Luraschi


Camina, casi corre, entre un mundo de gente por la avenida principal. Su pelo ondulante, trigo pálido, juega suertes de ondas marinas con una suave brisa de otoño.
Apurada, distraída, sus ojos grises miran al infinito y sus botas de cuero la llevan, rápido.
Cruza la calle en rojo, esquiva un puñado de gente, baja un segundo a la calle, sigue. Una vidriera, dos, tres, corren a su lado. Al pasar una parada, observa el reloj descuidado de una persona apurada, sí, son casi las cinco. Sigue. Aprieta el paso. Sopla un suspiro entre dientes. Fulmina con su vista a un piropeador pasajero. Un bocinazo. Levanta el brazo y sigue. Las nubes surcan de derecha a izquierda algo así como un cielo raso, los grises cambian. Enfrente demuelen una casa veinte obreros (van a edificar apartamentos). Camina. Quieren venderle algo, camina, gente en la plaza, un monumento, sigue, gente pidiendo, camina. Un ómnibus repleto de carne y ropa. Un perro levanta la pata. Sigue. Amarilla, casi corre, a saltitos, una baldosa floja, camina. Llega.
Por fin.
Es la dirección. Sube los ojos al cielo. Dos, cuatro, seis, siete. Séptimo piso. La ventana está abierta. Pulsa el timbre y al instante es atendida. Le abren, entra, camina. Llega al ascensor, pulsa el llamador y espera. Sube. Cuatro, cinco, seis, siete. Séptimo piso. Cierra apresuradamente el ascensor. Ya le abren la puerta del 701.
- Buenas tardes.
Entra. Como siempre diez pasos de moquette hasta el balcón. Le abren la puerta corrediza: la ciudad. Toda. Llena. Mira la calle. Toda. Llena.
Siete, seis, cinco, cuatro...


DUILIO LURASCHI

(Cuento de “Vértigo” Vintén Editor, 1995.

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quinta-feira, 5 de novembro de 2009

 

Poeta en New York (Federico García Lorca)

Siguiendo la linea asociativa de las ciudades, hoy me ha venido a la memoria Poeta en New York, de Garcia Lorca. Obra no tan difundida en las escuelas uruguayas, pero a mi ver, una de las más bellas del poeta. Los versos de Lorca en este período de su obra dejan al lector de Romancero Gitano en vilo, con la sensación de estar leyendo otro poeta, tal es la transformación de su lírica, si bien mantiene la belleza intacta en todo lo que escribe.
Poeta en New York es un conjunto de poemas escrito entre 1929 y 1930, período en que Lorca vivió becado en los Estados Unidos (forma que un amigo suyo encontró de substrairlo del peligroso panorama español de la época). Lorca ya se había dejado impresionar por el surrealismo de Dali. El paisaje de la metrópolis, los efectos de la industrialización acelerada en estruendoso contraste con la España campesina, hacen el resto. Los sonidos de la nueva lengua, las imágenes, colores,olores van a operar una revolución. Lo que ya le era familiar, también abunda: aquí y allá, los mismos pobres, los mismos excluidos. Los negros, los pobres, los obreros, como antes los gitanos, pasan a ser el centro de sus poemas y su reflexión social:"Yo creo que el ser de Granada me inclina a la comprensión simpática de los perseguidos. Del gitano,del negro, del judio…, del morisco, que todos llevamos dentro", dirá Lorca en sus anotaciones poéticas. Mirada lúcida de un artista sobre la gran ciudad, que dice sin ambiguedades: "yo no he venido a ver el cielo"

Los dejo con el poeta:

Poeta en New York

Vuelta a la ciudad
Oficina y denuncia

Federico García Lorca




Debajo de las multiplicaciones
hay una gota de sangre de pato.
Debajo de las divisiones
hay una gota de sangre de marinero.
Debajo de las sumas, un río de sangre tierna.
Un río que viene cantando
por los dormitorios de los arrabales,
y es plata, cemento o brisa
en el alba mentida de New York.
Existen las montañas, lo sé.
Y los anteojos para la sabiduría,
Lo sé. Pero yo no he venido a ver el cielo.
Yo he venido para ver la turbia sangre,
la sangre que lleva las máquinas a las cataratas
y el espíritu a la lengua de la cobra.
Todos los días se matan en New York
cuatro millones de patos,
cinco millones de cerdos,
dos mil palomas para el gusto de los agonizantes,
un millón de vacas,
un millón de corderos
y dos millones de gallos
que dejan los cielos hechos añicos.
Más vale sollozar afilando la navaja
o asesinar a los perros
en las alucinantes cacerías
que resistir en la madrugada
los interminables trenes de leche,
los interminables trenes de sangre,
y los trenes de rosas maniatadas
por los comerciantes de perfumes.
Los patos y las palomas
y los cerdos y los corderos
ponen sus gotas de sangre
debajo de las multiplicaciones;
y los terribles alaridos de las vacas estrujadas
llenan de dolor el valle
donde el Hudson se emborracha con aceite.
Yo denuncio a toda la gente
que ignora la otra mitad,
la mitad irredimible
que levanta sus montes de cemento
donde laten los corazones
de los animalitos que se olvidan
y donde caeremos todos
en la última fiesta de los taladros.
Os escupo en la cara.
La otra mitad me escucha
devorando, orinando, volando en su pureza
como los niños en las porterías
que llevan frágiles palitos
a los huecos donde se oxidan
las antenas de los insectos.
No es el infierno, es la calle.
No es la muerte, es la tienda de frutas.
Hay un mundo de ríos quebrados
y distancias inasibles
en la patita de ese gato
quebrada por el automóvil,
y yo oigo el canto de la lombriz
en el corazón de muchas niñas.
Óxido, fermento, tierra estremecida.
Tierra tú mismo que nadas
por los números de la oficina.
¿Qué voy a hacer?, ¿ordenar los paisajes?
¿Ordenar los amores que luego son fotografías,
que luego son pedazos de madera
y bocanadas de sangre?
San Ignacio de Loyola
asesinó un pequeño conejo
y todavía sus labios gimen
por las torres de las iglesias.
No, no, no, no; yo denuncio.
Yo denuncio la conjura
de estas desiertas oficinas
que no radian las agonías,
que borran los programas de la selva,
y me ofrezco a ser comido
por las vacas estrujadas
cuando sus gritos llenan el valle
donde el Hudson se emborracha con aceite.

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quarta-feira, 4 de novembro de 2009

 

Velorio del Solo (Juan Gelman 1961)

Buen día. Siguiendo con la metáfora del huésped (que somos todos si no huéspedes en este mundo que nos miró llegar y nos mirará partir)hoy pensé en postar un poema de Gelman que tiene, curiosamente, el mismo título que el cuento de Duilio.


El Huésped


La ciudad inmóvil brilla bajo la luna,

alguien sin embargo ha encendido mi corazón,

arde contra el silencio de las viejas paredes,


Sólo este fuego me acompaña en la ciudad nocturna y

fría,

es la ciudad a la que siempre entro por primera vez

se calla frente a mí como un desconocido.

Alguien sin embargo me ha amado antes de aquí,

sobre estas piedras nos besamos a través de la noche,

alguien también tembló por mí bajo las madrugadas de

ceniza.

La impiadosa ciudad nunca da coartadas,

quién sino ella ha encendido este fuego.


(Gelman, El juego en que andamos 1956-1958)

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terça-feira, 3 de novembro de 2009

 

El huésped

por Duilio Luraschi

Los hechos datan de la primera vez que estuve en Paysandú, cuando, sin fervor ni fastidio, caí en una sucesión de días interminables que comenzaron el 10 de setiembre y no culminaron después de la boda, ni tampoco cuando Elisa subió al autobús que la llevaría, ya encinta, de su casa a Young, para hacer no sé qué encargo de telas para el ajuar del niño.
Yo pasaba largas horas de ocio, tratando de encontrar una buena razón para quedarme, asistir al parto o ayudar a Toñito con sus clases de historia.
Sin lugar a dudas, Aurora sabía que no era ni una ni otra la verdadera razón, y trataba de indagar qué hacía yo por las tardes, encerrado en mi pieza, con un montón de libros ajados y amarillentos.
En realidad no hacía nada. Leía sí, un poco, para sobrellevar la espera, pero ni yo mismo sabía por qué esa pereza por partir, qué era lo que me retenía en la ciudad.
Había llegado de Santa Fe para el casamiento de Elisa con uno de los jóvenes más ricos del lugar, “una fiesta de las de aquellas”, me decía antes de subir al tren, y ya llevaba un mes y medio en la casa de mi tía.
Con el tiempo tomé una rutina que comenzaba temprano, con una caminata de cerca de dos horas, seguida de un buen rato de lectura de los diarios y revistas locales y aquellos traídos desde Montevideo. La lectura casi siempre se prolongaba hasta el almuerzo. Después: nada. Sólo algún martes iba al Club Social donde Amanda Casacueva leía, entre un público no mayor a seis personas, sus poemas románticos.
Fue en un recital de Amanda que conocí a Emilio.
Era un muchacho callado, de unos veintipocos años, huesudo bajo trajes grises y grandes, con cara de ratón, que escondía detrás de unos lentes tan finos y livianos que dudo que tuviesen aumento.
Hicimos gran amistad con Emilio.
Se pasaba largos días y semanas tratando de hallar el rostro de Mr. Hyde en la prosa de Kafka. A veces caminábamos hasta el río y pensábamos instalar un puesto con libros en el embarcadero. “Libros del mar” decía Emilio con cierto entusiasmo. “Libros de arte” decía yo mientras alzaba una y otra, las manos sobre mi cabeza.
Un día me invitó a su casa. Me dio la dirección en un trocito de papel de estraza con la indicación “Golpear muy suave”.
Llegué pasadas las siete y media. Estaba oscureciendo y el viento -demasiado cálido- presagiaba lluvia para esa madrugada o quizás para la media noche.
Me paré frente a la casa, añosa y sombría, y respiré hondo, en medio de un jardín repleto de flores y arbustos pequeños.
No tardó mucho en abrir una puerta grande que crujió horriblemente hasta que quedó atascada, como con un tope, por lo que tuve que pasar de lado, mientras extendía la mano a Emilio que estaba saludándome.
Había llevado una botella de chianti y un paquete con fruta seca. El tomó todo con ambas manos, se llevó la botella por un corredor oscuro hasta la cocina y la trajo abierta. Sacó del aparador dos copas de cristal, que brillaban como si fuesen nuevas, y las llenó de vino hasta el borde.
Llevábamos hora y media charlando de libros y pinturas, cuando se oyó un alarido. Era un chillido muy fuerte, como el grito de algún animal o el llanto desgarrado de un niño. Emilio dejó de hablar de inmediato y fue hasta las habitaciones que se encontraban al fondo, detrás de la sala y la cocina. No podía ver bien de cuál provenía el aullido porque el corredor torcía en un breve codo y además carecía totalmente de luz a gas o eléctrica.
Emilio regresó en unos minutos pero no habló del asunto. La conversación derivó en trivialidades por un buen rato hasta que, en medio de la cena, dijo al pasar:
- Mamá quiere conocerte. Yo le comenté que habías llegado de Argentina y a ella le gusta que le hablen de viajes.
- ¿Está aquí? - dije, estirando el cuello hacia el corredor oscuro.
- Mamá va a quedar encantada contigo. No le gustan las personas que hablan a gritos y tu forma pausada y calma le va a agradar.
Luego de la cena me enseñó una tonada que había compuesto recientemente. Era un minué, o al menos eso me pareció en un primer momento. Lo tocó con gran entusiasmo en un clavicordio que se hallaba a un lado, junto al jarrón chino y el cuadro de la batalla de Azincourt, detrás de la colección de botellitas de licor y whisky.
Al finalizar le dije “ya es tarde”, tomando el reloj de bolsillo con ambas manos, para luego guardarlo con gesto ceremonioso. Me gustaba que me observaran cuando hacía todo ese aspaviento.
Emilio abrió la puerta con dificultad mientras me palmeaba la espalda, y, una vez más de lado, pasé el umbral, ahora fresco y húmedo.
Al llegar a la verja creí oír nuevamente el aullido. Volví la cabeza pero la puerta ya estaba cerrada. Apenas se podía ver una luz tenue detrás de las cortinas de brocato.
Las calles estaban vacías y caminé a paso firme hasta casa de tía Aurora.
En la estación se había instalado -parece que hace un buen tiempo- un señor muy viejo y flaco, que pasaba gran parte del día enderezando unos clavitos pequeños y oxidados que recogía aquí o allá, y luego, cuando estaban rectos y brillantes, los metía con sumo cuidado en grupos de tres, en un bollón de vidrio grueso (probablemente de dulce de leche).
Cuando me acercaba, él levantaba la cabeza y sin dejar de golpetear sobre el cordón de la vereda hacía un gesto impreciso a modo de saludo.
No intercambiaba con él más que eso: un cabeceo ligero o un “parece que va a ser un lindo día”.
Una tarde, cuando el tedio me dominó entre las moscas y un calor húmedo sofocante, salí a dar un paseo.
Iba caminando lentamente, balanceándome, con el pañuelo secándome la frente y el sombrero echado para atrás como lo había visto llevar a Humphrey Bogart en una película de vermut en Buenos Aires. Al llegar a la estación vi una vez más al hombre viejo y me acerqué a saludarlo.
Al oírme, y sin levantar la vista de los clavitos me dijo:
- ¿Usted es amigo de ese muchacho?
- ¿Qué muchacho?- pregunté con gran asombro.
- Ese que vive a tres calles, en la casa de verjas negras.
- ¿Emilio? ¿Usted lo conoce?
- ¿Y usted?
El anciano siguió enderezando los clavos en silencio. Había dado por finalizada la conversación.
Tía Aurora insistía en averiguar que me traía entre manos y hacía un sin fin de preguntas mientras cenábamos en la cocina.
Llegó el martes y fui nuevamente a un recital de Amanda. Emilio estaba esperándome en la puerta. Fumaba uno de esos cigarrillos de hoja negra detrás de una boquilla de nácar.
La lectura finalizó temprano y los dos nos fuimos caminando hasta su casa.
- Va a llover- dije y miré al cielo.
- ¿Pasás a tomar un café con brandy?
- Mejor me voy antes que empiece la tormenta.
- ¿Le tenés miedo a las tormentas?
- Sólo cuando tengo que regresar a casa caminando.
- ¿Y a los vampiros?
Hice un gesto con el brazo, que él interpretó como un saludo de despedida y cerró la puerta con un “Buenas noches”.
Elisa llegó de Young con una valija repleta de nansú y gasas. Tía Aurora, sin querer ser grosera, sugería que yo partiera, y me daba una infinidad de consejos para el viaje.
Cuando empezó a traer regalos para mamá y María Laura entendí que había estado mucho tiempo en su casa, así que pensé, más que en volver a Santa Fe, conseguir un hotel barato o una pensión para no molestar a nadie y seguir disfrutando de aquellos días de vacaciones.
Emilio me invitó a quedarme en su casa pero me pareció mejor la idea del hotel.
Encontré uno a pocas cuadras del centro. Estaba limpio y podía pagarlo, además anunciaba “Desayuno incluido: té o café y dos medialunas”. La ciudad era realmente amable, con tardecitas de calor y gente en las confiterías. Todo era como cuando tenía doce años y pasaba los veranos en Santa Lucía. Iba y venía en mi bicicleta roja, con un canasto de mimbre sobre la rueda y el manillar. Deseaba que el verano no terminara y que las clases de francés se postergaran hasta julio o agosto.
El hotel era pequeño, con no más de doce habitaciones. La mía daba a la calle, con un balcón donde habían colocado una jaula de hierro con dos cardenales.
En el baño encontré, detrás de la cortina descolorida y gastada, una bañera esmaltada, de un verde suave, esmeralda, con bordes ribeteados en negro, y cuatro patas de piedra simulando horribles garras con seis dedos que culminaban en uñas afiladas.
Sentí cierta curiosidad y decidí darme un baño en ella. Abrí el grifo lo más que pude y comencé a desvestirme mientras observaba el agua caer en un chorro continuo que se perdía bajo el vapor del fondo de la bañera.
Una vez que el agua llegó a una altura considerable me metí lentamente, primero un pie, luego el otro, para sentarme, recostarme y zambullirme por completo.
Enseguida asomé la cabeza por el borde de la tina y observé a mi alrededor. Tenía los oídos completamente tapados y todo me parecía una filmación muda, como las que veía en el cine Palace.
Luego sumergí una vez más la cabeza y creí oír voces.
Eran unas voces que producían ecos en mi cabeza. Primero lejanas, luego instaladas en medio de mi cráneo.
Eran Elisa y tía Aurora hablando de alguien (luego me di cuenta que se referían a mí).
“Tenemos que hablar con el Intendente al respecto” dijo Elisa.
“No, mejor con la Liga de Comerciantes. Ellos son muy influyentes. El diputado Paz les debe muchos favores” dijo mi tía.
“Con cualquiera, pero hay que hablar cuanto antes. El no puede seguir quedándose en esta ciudad”.
“Hoy mismo hablo con los delegados. Lo obligaremos a marcharse”.
Alcé la cabeza de la bañera. Todo seguía igual, en sepulcral quietud y silencio.
Me paré de inmediato, tomé el toallón que habían dejado en un aro de madera gris y comencé a frotarlo en mi cuerpo.
Mientras me vestía no hacía otra cosa que recordar la extraña conversación.
Salí a la calle sin saber dónde ir por lo que decidí caminar hasta la plaza.
A unas diez o doce cuadras encontré un grupo de gente apretada como avispas frente al camoatí y en el centro un ventrílocuo sentado con su muñeco. No oí la larga conversación que mantenían, que indudablemente estaba llena de situaciones cómicas, sólo me detuve en los rasgos del muñeco, y cada vez me convencía más de que era igual a mí.
De repente sentí que la gente se daba cuenta y me observaba sobre los hombros, con el rabillo del ojo, que se golpeaban con el codo y volvían a mirarme de soslayo. Minutos después me fui cabizbajo y sonrojado, antes de que el artista terminara el acto.
Llegué a casa de Aurora, que me recibió más amable que en otros días. Me invitó con mate y tostadas y me dijo que quería que conociese a unas personas.
- Quiero que te relaciones con gente de aquí. Son unos señores muy influyentes- dijo mientras volvía a enrollar la lana en la madeja que uno de los gatos había abierto y desordenado.
Yo, que por un momento quedé observando el cucú salir y entrar, indeciso, del reloj de roble tallado, dije:
-Sí, sí, claro. Cuando quieras.
Dejé a tía Aurora en el patio de su casa, entre malvones y siempre vivas, y regresé al hotel.
Me senté a los pies de la cama y quedé inmóvil por un buen rato. Enseguida comencé a desabrocharme los cordones de los zapatos, para desvestirme después y darme un baño.
Me tiraba, con golpecitos de palma, agua en el pecho y en la espalda, sobre la cabeza. Entonces, cuando ya tenía el pelo mojado por completo, me sumergí en la bañera.
Abrí los ojos debajo del agua tibia y cristalina, y vi mis manos moverse como buscando un punto de apoyo. Oí, entonces, dos voces que se acercaban.
“Me parece que tenemos poco tiempo” dijo la mujer “el partirá en pocos días”.
“No quiero hacerle daño. No a él” dijo el hombre, que enseguida me di cuenta que era Emilio.
“No debés mezclar en esto los sentimientos” replicó la mujer.
“Muy bien, entonces será mañana” dijo Emilio, y las voces se perdieron en el agua.
Saqué la cabeza por encima de los bordes de la tina y luego salí de un envión mojando todo a mi paso hasta llegar a la mesa de noche. Saqué del cajón un pañuelo y sequé completamente mi cara mientras me observaba en el espejo.
La noche fue cálida, llena de mosquitos y grillos. Dormí poco, y lo poco que dormí estuvo invadido de pesadillas.
La encargada del hotel, que siempre estaba detrás de la baranda del recibidor, ocupaba gran parte del día en trasplantar flores silvestres, de macetas pequeñas (a veces eran latas de duraznos) a otras más grandes y nuevas.
Al verme siempre preguntaba si ése era mi último día en la ciudad. Su esposo, un hombre cincuentón pero consumido, se encontraba siempre en medio de montañas de papeles, libretas de banco y facturas de luz y agua.
Saludé cortés, como siempre y fui a casa de Emilio.
En la estación se encontraba nuevamente el anciano de los clavos, pero esta vez no levantó la cabeza del suelo. Estaba machacando una y otra vez el mismo clavito, que ya estaba recto como un florete y brillaba por las muescas que le producían los golpes. Sin embargo él seguía martillándolo.
Emilio me recibió en la sala. Vestía una bata azul con arabescos sobre la ropa de calle que disimulaba un pañuelo de seda.
- Quiero que vengas esta noche -dijo- mamá quiere conocerte.
- ¿A qué hora te parece mejor?- pregunté.
- A las diez.
Tomamos café irlandés e intercambiamos libros (yo me llevé un “Decamerón” con ilustraciones antiguas y un tratado sobre la novela rusa).
Como no tenía mucho que hacer y tía Aurora se mantenía distante, volví al hotel para hojear los libros.
Una vez en la cama, descalzo pero vestido, me vinieron unas ganas irresistibles de darme otro baño.
El agua resonaba opaca formando miles de burbujas en el fondo de la tina.
Me aferré a sus lados y me metí de a poquito.
Una vez en la bañera, sumergí mi cabeza en el agua.
Comencé a oír las voces nuevamente. Eran voces extrañas. Una, con gran dificultad, advertí que era la del anciano de la estación.
“¿Cuántos le parece que serían suficientes?” preguntó.
“Creo que no más de treinta” dijo el ventrílocuo.
“Son buenos clavos, la mayoría de acero. Estoy seguro que le vendrán bien”.
“Eso espero. A mí me da mucha pena desprenderme del muñeco, pero este encargo es algo especial” dijo el ventrílocuo.
“¿Le pagaron bien?” preguntó el viejo.
“Buen dinero” concluyó el ventrílocuo, y las voces desaparecieron.
Salí de la bañera desconcertado. Estaba cansado. Las piernas apenas podían sostenerme en pie.
La puerta retumbó con varios golpes en tandas de dos.
- ¿Quién es?- pregunté.
- La Sra. Mirta. Tiene un llamado telefónico en recepción.
- Por favor, tome el mensaje -dije mientras me secaba.
Era tía Aurora. Dejó dicho que me esperaba en su casa esa noche a las diez. Pidió que vistiera formal ya que irían personas muy importantes.
Recogí el mensaje, lo doble en cuatro y salí a la calle. Era una tardecita cálida y húmeda.
Paré frente a un puesto de fruta y verdura y quedé observando los cajones apilados que se dividían en naranjas y rojos, verdes, morados.
Tomé una manzana, la más grande, y la froté con fuerza en mi camisa. Se veía hermosa con la luz brillando en sus contornos. Entré y la coloqué sobre la balanza que en un plato tenía dos pesas pequeñas y una aún más chica, y en el otro una hoja de diario abierta en la página de avisos fúnebres.
Detrás del mostrador, de los bollones de azúcar y yerba, había, en una jaula de madera con tejido fino y acerado, un casal de palomas blancas. Eran inmensas. Sus colas estaban abiertas y firmes como los dedos de la mano de un pianista. Se movían en forma ceremoniosa y lenta.
Pagué mi fruta y la fui comiendo en el camino.
A dos o tres cuadras del puesto oí que me llamaban. Al volverme vi al anciano de los clavos.
- Señor, tengo que hablar con usted. Es algo que le va a interesar. Esta noche lo veo en la plaza, del lado sur. Voy a estar a eso de las diez.
No le contesté. Quedé por unos instantes con la boca abierta. El dio por afirmativa mi respuesta y se marchó cojeando, sobre su bastón de mango de hueso.
Entonces recordé a mi tía: en su casa a las diez, y recordé a Emilio: “a las diez”, pensé en el ventrílocuo y su muñeco, en el anciano de los clavos: a las diez en la plaza.
De prono sentí un fuerte dolor en el cuello y en la espalda. Caminé unos cuantos pasos y regresé. Caminé en sentido contrario pero también regresé, y quedé inmóvil no sé por cuánto tiempo. Un miedo irracional vencía mis piernas.
Metí la mano en el bolsillo del pantalón y saqué una billetera de piel de cocodrilo. Miré y sí, tenía dinero suficiente. Lo había decidido, no volvería al hotel. No vestiría formal, ni tomaría café con brandy, ni iría a la plaza, del lado sur, esa noche.
Caminé a zancadas hasta la estación, cuidando no toparme con el anciano. Fui a la taquilla y pregunté por el tren a Montevideo.
- Diez minutos - dijo en muchacho detrás de las rejas.
Observé mi reloj una vez más. Metí la mano en el bolsillo del pantalón y pedí un boleto.

DUILIO LURASCHI

(Cuento de “El huésped”, Ediciones Aymara, 1999).


DUILIO LURASCHI: Nací en Montevideo, en el año 1963.
Colaboré, desde 1984 con distintas publicaciones en Uruguay y en el extranjero: Bolivia, Suecia, Francia, México, E.U.A.
Publiqué 8 libros todos de cuentos y relatos (Vértigo, El duelo, El huésped, Providencias, Las fieras, Montenegro, Las leyes, La frontera).
Tengo una recopilación de mi obra: Estación Pereira.
Integré también publicaciones colectivas: El lado oculto de la luna y La mirada escrita.
Aparezco en el Nuevo Diccionario de la Literatura Uruguaya.
Con algunos de mis cuentos se realizaron cómic (Vértigo) y dos cortometrajes: Error fatal y La fila.
Fui jurado en el concurso anual de narrativa del Ministerio de Educación y Cultura (Uruguay).

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segunda-feira, 2 de novembro de 2009

 

Los Emigrados

por Alfredo Fressia

Mandamos decir:

No pasa nuestra historia por la húmeda
Galicia de las madres ni conoce el padre
su Lombardía alcohólica. Los días
se habían exiliado en su orden de partida
y nunca fueron nuestras las líneas de las manos.
La bahía en que la madre pobre nos nació
de cara al mar para mejor aprender el abandono
nos sube todavía hasta los ojos y el pasado
tramaba desde siempre la futura
geografía del polvo sin idioma.
Tampoco se arrepienten las cifras del dolor
ni es nuestro el inverso correo de las sombras
veladas en las fotos que nos borran
la cara del planeta.

(De Noticias extranjeras, Montevideo: Ediciones del Mirador, 1984)

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El contador de historias

por Verónica Pérez

ah viejo alado de silueta tan blanca
caminás todavía a la sombra de la higuera
el bastón emparentado con las mismas ramas de la muerte
que hoy se sacuden solas por mi inexistente glándula pineal
qué humanos improperios guardabas
bajo la boina proletaria
cuando mirabas tus dedos cortados por el imperio ferroviario
ya no contaste más historias de mansa nieve bucovina
pasaste a esconder el otoño bajo el oro del alcohol
los restos de polilla muerta bajo el peso de tu dedo
desautorizaban con polvo de estrella
tu mentira final
nada sabremos - yo te prometo -
de tus pálidos huérfanos
de sus ojos pegados a los muelles del trasfondo
porque el padre no bajaba nunca del navío varado
y había aún el dolor de dos madres
que se saludaban pequeñas en el medio del mar
que diferencia habrá sin embargo
si aquí o allá morían mariposas sin nombre
y toda tu raza se te volvía arena
entre una orilla y otra
de la verdad

Porto Alegre, 31/11/2009


Verónica Pérez:Nací en Montevideo en 1969. Integrante del Taller Universo entre 1991 y 1995 (Montevideo, Uruguay) publiqué mis primeros relatos en el volumen colectivo Hijos de Nadie (1993) y a continuación, di a conocer los primeros poemas/prosa en el libro unitario Que la noche se comporte por mí (1994). Actualmente vivo en Porto Alegre, Brasil, soy psicoanalista, y continúo dedicándome a la poesía. El texto postado corresponde a la serie Genealogías(Porto Alegre,2009). Otras publicaciones pueden ser leídas en el blog personal http://vaivenesinterludiosintermitencias.blogspot.com

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Bajo la lluvia ajena (Juan Gelman)

Juan Gelman

X

Serías más aguantable exilio, sin tantos profesores del exilio, sociólogos del exilio, poetas del exilio, llorones del exilio, alumnos del exilio, profesionales del exilio, buenas almas con una balancita en la mano pesando el más el menos, el residuo, la división de las distancias, el 2 X 2 de esta miseria.
Un hombre dividido por dos no da dos hombres.
Quién carajo se atreve, en estas circunstancias, a multiplicar mi alma por uno.

roma/11-5-80

XI

Cierro los ojos bajo el solcito romano. Pasás por Roma, sol, y dentro de unas horas pasarás por lo que fue mi casa, no llevándome sino iluminando sitios donde falto, que reclamo, que reclaman por mí.
Los vas a calentar de todos modos, exactamente cuando de frío temblaré.

roma/11-5-80

XII

Mi padre vino a América con una mano atrás y otra adelante, para tener bien alto el pantalón. Yo vine a Europa con una alma atrás y otra adelante, para tener bien alto el pantalón. Hay diferencias sin embargo: él fue a quedarse, yo vine para volver. Hay diferencias, sin embargo? Entre los dos fuimos, volvimos, y nadie sabe todavía adónde iremos a parar.
Papá: tu cráneo se pudre en la tierra donde yo nací, en representación de la injusticia mundial. Por eso hablabas poco. No hacía falta. Y lo demás - comer, dormir, sufrir, hacer hijos - fueron gestiones necesarias, naturales, como quien llena su libreta de ser vivo.
Nunca te olvidaré, en la oscuridad del comedor, vuelto hacia la claridad de tus comienzos. Hablabas con tu tierra. En realidad, nunca te sacaste esa tierra de los pies del alma. Pieses llenos de tierra como silencio enorme, plomo o luz.

roma/13-5-80

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¿Yo no seré como vos?

por Luis Silva Schultze

Mientras iba conduciendo su coche a las cuatro de la mañana por las Ramblas, Carlos se hacía la misma pregunta que lo mortificaba desde hacía dos meses: ¿volver al Uruguay querido o quedarse para estar al lado de su hijo de tres años de un matrimonio roto recientemente? Allá, donde lo esperaban sus raíces, habían estallado los cerrojos del día soñado durante siete años. Pero por otro lado, la retina de su conciencia no toleraba la imagen de un dedo índice señalando en un álbum de fotos, éste es tu papá, el que te escribe las cartas.
Al detenerse en un semáforo en rojo, y con una rapidez asombrosa, se le subió una morocha pintadísima, que enseguida desnudó unas tetas exubertantes. Carlos protestó que no quería prostitutas, y menos travestis, pero ella, subiéndose el vestido azul y dando por terminada la jornada laboral, le pidió que la alcanzara hasta su apartamento, un kilómetro más adelante. La mujer fue contando que sus proyectos eran dejar la calle y poner una casa de antigüedades con una habitación dedicada sólo a mapas, aquellos que se trazaron cuando el hombre empezó a navegar por el Mediterráneo. La mención del mar, y el gusto en común por la historia, el arte y la geografía, lo llevó a Carlos a darse cuenta que no estaban tan lejos. ¿Y si vamos a ver salir el sol entre las rocas y las olas?
Extrovertida y vital, ella se sentía febrilmente atraída por los ojos, la sensibilidad y la conversación interesante de Carlos. Esa noche, su noche, era clara porque no había salido la soledad, y el amanecer cercano prometía un amor rojo. Pero después que él rechazó varias veces sus besos y sus caricias, a ella le vinieron unas ganas de morirse más oscuras que el rimmel.
Con tantas golondrinas de sexo volando entre la espuma ya iluminada, estrenando amistad, y con la voz quemada por el volcán de aquel tiempo de incertidumbres, Carlos se decidió a contar su problema :
-Yo no volví a mi país por no abandonar a mi hijo. Y lo raro es que en los muchos casos que conozco, los hombres vuelven sin dudarlo. ¿Yo no seré como vos?
Ella, con las tacones gastados de descifrar la humedad callejera de la vida, le dijo, mientras seguía tratando de abrazarlo:
-Es muy fácil de saberlo. Tú cuando ves un hombre muy atractivo e interesante, como yo lo estoy viendo ahora, ¿no te da ganas de darle un beso en la boca?
-No!!!!!!
-¡¡¡Entonces no sos homosexual!!!
El sol apareció frente al auto y se metió en la cabeza de Carlos dejando todo bien claro para siempre. Se concentró y cerrando los ojos, se volvió a presentar a sí mismo. Por eso no pudo oír a la mujer que se zambulló entre las rocas después de haber escrito con letras rojas en su parabrisas:
Me voy para nacer otra vez.


Catalunyia, 2009.

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Poemas Humanos (César Vallejo)...

Algo te Identifica (César Vallejo, Poemas Humanos)

Algo te identifica con el que se aleja de ti, y es la facultad común de volver: de ahí tu más grande pesadumbre.

Algo te separa del que se queda contigo, y es la esclavitud común de partir: de ahí tus más nimios regocijos.

Me dirijo, en esta forma, a las individualidades colectivas, tanto como a las colectividades individuales y a los que, entre unas y otras, yacen marchando al son de las fronteras o, simplemente, marcan el paso inmóvil en el borde del mundo.

Algo típicamente neutro, de inexorablemente neutro, interpónese entre el ladrón y su víctima. Esto, así mismo, puede discernirse tratándose del cirujano y del paciente. Horrible medialuna, convexa y solar, cobija unos y otros. Porque el objeto hurtado tiene también su peso indiferente, y el órgano intervenido, también su grasa triste.

Qué hay de más desesperante en la tierra, que la imposibilidad en que se halla el hombre feliz de ser infortunado, y el hombre bueno, de ser malvado?

Alejarse! Quedarse! Volver! Partir! Toda la mecánica social cabe en estas palabras.

Paris (1923-1927)

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domingo, 1 de novembro de 2009

 

Cuenta regresiva y La olvidadiza

Cuenta Regresiva

En mayo de 2009 recibí de una segunda madrepatria, ni siempre tan gentil, carta anunciándome que tendría, de ahí en adelante, nueva identidad. El intervalo de días entre esa comunicación y su acto jurídico correspondiente, me dejó varada en un puerto muy neblinoso, de dificultosa descripción. Pasé a perderme en las calles de una ciudad que ya conocía de memoria, y mi presencia física se especificaba siempre una hora antes o una hora después del conteo de todos los relojes. Cuando finalmente recibí el documento confirmé, como temía, que no traía en su lado opuesto un manual ilustrativo con los efectos biológicos y fisicoquímicos de esa transformación. Nadie supo decirme quien no era. Volví a casa con una especie de sentimiento odiseico. Como si hubiera viajado durante décadas por mares monstruosos y llegase finalmente a una Itaca donde, sin embargo, nadie me esperaba. Nadie, pero en fin, algunos fantasmas mal dibujados, me rodearon el asombro. Mi abuela probablemente, luminosamente reconocible por su columna de flores en coloración carmesí; las tías escondidas bajo apesadumbrados tules, exhalaban unánime disgusto por el exotismo del calor. Sólo la niña de capelina azul, bajada directamente del bus de mis crónicas adolescentes, parecía ajena a la maldad del sol. Fue la única que me apuntó, parsimoniosamente, el camino a seguir. Llegué a casa, prendí el micro, y escribí estos versos, “previamente llorados”, como dijo el buen maestro. Después vino el blog.


La olvidadiza

Yo tenía un país amarillento
un fugaz accidente geográfico donde poner el sol
cuando la verdad se me moría de verguenza
su luz era lejana pero ardía como lenta madera de descomposición
descomprimiendo las represas del verano bajo mis pies
o lloviendo de a ratos la luminosidad de las tardes invernales
las cenizas que restaban me pintaban los dedos de silencio
caducaban en una tierrita que se podía guardar
en apretadas cajitas de madreperla cuando nos lanzábamos al mar
como azules odiseos
el país era bello cuando el color venía y ponía una amapola granate
en la corona del sol
el corazón de mi gente se incendiaba de impaciencia
cuando cortaban sin permiso la cabeza de su rey
o ponían pasionarias en la punta de las cometas
para que volaran un poco más allá de las mañanas
nada más recuerdo de ese país de asombros
me olvidé del color de los jazmines en invierno
o el gusto de las tibias baldozas en febrero
tal vez se me han borrado de pura intermitencia
los edificios bajos las grises mediatardes
el muelle ensordecido de tiempo y lejanía
las soleadas placitas impasibles
la tibieza de oruga sempiterna
la simplicidad del pájaro andador
en los confines remotos de un verano

Porto Alegre, 2009

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