quinta-feira, 5 de novembro de 2009

 

Poeta en New York (Federico García Lorca)

Siguiendo la linea asociativa de las ciudades, hoy me ha venido a la memoria Poeta en New York, de Garcia Lorca. Obra no tan difundida en las escuelas uruguayas, pero a mi ver, una de las más bellas del poeta. Los versos de Lorca en este período de su obra dejan al lector de Romancero Gitano en vilo, con la sensación de estar leyendo otro poeta, tal es la transformación de su lírica, si bien mantiene la belleza intacta en todo lo que escribe.
Poeta en New York es un conjunto de poemas escrito entre 1929 y 1930, período en que Lorca vivió becado en los Estados Unidos (forma que un amigo suyo encontró de substrairlo del peligroso panorama español de la época). Lorca ya se había dejado impresionar por el surrealismo de Dali. El paisaje de la metrópolis, los efectos de la industrialización acelerada en estruendoso contraste con la España campesina, hacen el resto. Los sonidos de la nueva lengua, las imágenes, colores,olores van a operar una revolución. Lo que ya le era familiar, también abunda: aquí y allá, los mismos pobres, los mismos excluidos. Los negros, los pobres, los obreros, como antes los gitanos, pasan a ser el centro de sus poemas y su reflexión social:"Yo creo que el ser de Granada me inclina a la comprensión simpática de los perseguidos. Del gitano,del negro, del judio…, del morisco, que todos llevamos dentro", dirá Lorca en sus anotaciones poéticas. Mirada lúcida de un artista sobre la gran ciudad, que dice sin ambiguedades: "yo no he venido a ver el cielo"

Los dejo con el poeta:

Poeta en New York

Vuelta a la ciudad
Oficina y denuncia

Federico García Lorca




Debajo de las multiplicaciones
hay una gota de sangre de pato.
Debajo de las divisiones
hay una gota de sangre de marinero.
Debajo de las sumas, un río de sangre tierna.
Un río que viene cantando
por los dormitorios de los arrabales,
y es plata, cemento o brisa
en el alba mentida de New York.
Existen las montañas, lo sé.
Y los anteojos para la sabiduría,
Lo sé. Pero yo no he venido a ver el cielo.
Yo he venido para ver la turbia sangre,
la sangre que lleva las máquinas a las cataratas
y el espíritu a la lengua de la cobra.
Todos los días se matan en New York
cuatro millones de patos,
cinco millones de cerdos,
dos mil palomas para el gusto de los agonizantes,
un millón de vacas,
un millón de corderos
y dos millones de gallos
que dejan los cielos hechos añicos.
Más vale sollozar afilando la navaja
o asesinar a los perros
en las alucinantes cacerías
que resistir en la madrugada
los interminables trenes de leche,
los interminables trenes de sangre,
y los trenes de rosas maniatadas
por los comerciantes de perfumes.
Los patos y las palomas
y los cerdos y los corderos
ponen sus gotas de sangre
debajo de las multiplicaciones;
y los terribles alaridos de las vacas estrujadas
llenan de dolor el valle
donde el Hudson se emborracha con aceite.
Yo denuncio a toda la gente
que ignora la otra mitad,
la mitad irredimible
que levanta sus montes de cemento
donde laten los corazones
de los animalitos que se olvidan
y donde caeremos todos
en la última fiesta de los taladros.
Os escupo en la cara.
La otra mitad me escucha
devorando, orinando, volando en su pureza
como los niños en las porterías
que llevan frágiles palitos
a los huecos donde se oxidan
las antenas de los insectos.
No es el infierno, es la calle.
No es la muerte, es la tienda de frutas.
Hay un mundo de ríos quebrados
y distancias inasibles
en la patita de ese gato
quebrada por el automóvil,
y yo oigo el canto de la lombriz
en el corazón de muchas niñas.
Óxido, fermento, tierra estremecida.
Tierra tú mismo que nadas
por los números de la oficina.
¿Qué voy a hacer?, ¿ordenar los paisajes?
¿Ordenar los amores que luego son fotografías,
que luego son pedazos de madera
y bocanadas de sangre?
San Ignacio de Loyola
asesinó un pequeño conejo
y todavía sus labios gimen
por las torres de las iglesias.
No, no, no, no; yo denuncio.
Yo denuncio la conjura
de estas desiertas oficinas
que no radian las agonías,
que borran los programas de la selva,
y me ofrezco a ser comido
por las vacas estrujadas
cuando sus gritos llenan el valle
donde el Hudson se emborracha con aceite.

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