terça-feira, 3 de novembro de 2009

 

El huésped

por Duilio Luraschi

Los hechos datan de la primera vez que estuve en Paysandú, cuando, sin fervor ni fastidio, caí en una sucesión de días interminables que comenzaron el 10 de setiembre y no culminaron después de la boda, ni tampoco cuando Elisa subió al autobús que la llevaría, ya encinta, de su casa a Young, para hacer no sé qué encargo de telas para el ajuar del niño.
Yo pasaba largas horas de ocio, tratando de encontrar una buena razón para quedarme, asistir al parto o ayudar a Toñito con sus clases de historia.
Sin lugar a dudas, Aurora sabía que no era ni una ni otra la verdadera razón, y trataba de indagar qué hacía yo por las tardes, encerrado en mi pieza, con un montón de libros ajados y amarillentos.
En realidad no hacía nada. Leía sí, un poco, para sobrellevar la espera, pero ni yo mismo sabía por qué esa pereza por partir, qué era lo que me retenía en la ciudad.
Había llegado de Santa Fe para el casamiento de Elisa con uno de los jóvenes más ricos del lugar, “una fiesta de las de aquellas”, me decía antes de subir al tren, y ya llevaba un mes y medio en la casa de mi tía.
Con el tiempo tomé una rutina que comenzaba temprano, con una caminata de cerca de dos horas, seguida de un buen rato de lectura de los diarios y revistas locales y aquellos traídos desde Montevideo. La lectura casi siempre se prolongaba hasta el almuerzo. Después: nada. Sólo algún martes iba al Club Social donde Amanda Casacueva leía, entre un público no mayor a seis personas, sus poemas románticos.
Fue en un recital de Amanda que conocí a Emilio.
Era un muchacho callado, de unos veintipocos años, huesudo bajo trajes grises y grandes, con cara de ratón, que escondía detrás de unos lentes tan finos y livianos que dudo que tuviesen aumento.
Hicimos gran amistad con Emilio.
Se pasaba largos días y semanas tratando de hallar el rostro de Mr. Hyde en la prosa de Kafka. A veces caminábamos hasta el río y pensábamos instalar un puesto con libros en el embarcadero. “Libros del mar” decía Emilio con cierto entusiasmo. “Libros de arte” decía yo mientras alzaba una y otra, las manos sobre mi cabeza.
Un día me invitó a su casa. Me dio la dirección en un trocito de papel de estraza con la indicación “Golpear muy suave”.
Llegué pasadas las siete y media. Estaba oscureciendo y el viento -demasiado cálido- presagiaba lluvia para esa madrugada o quizás para la media noche.
Me paré frente a la casa, añosa y sombría, y respiré hondo, en medio de un jardín repleto de flores y arbustos pequeños.
No tardó mucho en abrir una puerta grande que crujió horriblemente hasta que quedó atascada, como con un tope, por lo que tuve que pasar de lado, mientras extendía la mano a Emilio que estaba saludándome.
Había llevado una botella de chianti y un paquete con fruta seca. El tomó todo con ambas manos, se llevó la botella por un corredor oscuro hasta la cocina y la trajo abierta. Sacó del aparador dos copas de cristal, que brillaban como si fuesen nuevas, y las llenó de vino hasta el borde.
Llevábamos hora y media charlando de libros y pinturas, cuando se oyó un alarido. Era un chillido muy fuerte, como el grito de algún animal o el llanto desgarrado de un niño. Emilio dejó de hablar de inmediato y fue hasta las habitaciones que se encontraban al fondo, detrás de la sala y la cocina. No podía ver bien de cuál provenía el aullido porque el corredor torcía en un breve codo y además carecía totalmente de luz a gas o eléctrica.
Emilio regresó en unos minutos pero no habló del asunto. La conversación derivó en trivialidades por un buen rato hasta que, en medio de la cena, dijo al pasar:
- Mamá quiere conocerte. Yo le comenté que habías llegado de Argentina y a ella le gusta que le hablen de viajes.
- ¿Está aquí? - dije, estirando el cuello hacia el corredor oscuro.
- Mamá va a quedar encantada contigo. No le gustan las personas que hablan a gritos y tu forma pausada y calma le va a agradar.
Luego de la cena me enseñó una tonada que había compuesto recientemente. Era un minué, o al menos eso me pareció en un primer momento. Lo tocó con gran entusiasmo en un clavicordio que se hallaba a un lado, junto al jarrón chino y el cuadro de la batalla de Azincourt, detrás de la colección de botellitas de licor y whisky.
Al finalizar le dije “ya es tarde”, tomando el reloj de bolsillo con ambas manos, para luego guardarlo con gesto ceremonioso. Me gustaba que me observaran cuando hacía todo ese aspaviento.
Emilio abrió la puerta con dificultad mientras me palmeaba la espalda, y, una vez más de lado, pasé el umbral, ahora fresco y húmedo.
Al llegar a la verja creí oír nuevamente el aullido. Volví la cabeza pero la puerta ya estaba cerrada. Apenas se podía ver una luz tenue detrás de las cortinas de brocato.
Las calles estaban vacías y caminé a paso firme hasta casa de tía Aurora.
En la estación se había instalado -parece que hace un buen tiempo- un señor muy viejo y flaco, que pasaba gran parte del día enderezando unos clavitos pequeños y oxidados que recogía aquí o allá, y luego, cuando estaban rectos y brillantes, los metía con sumo cuidado en grupos de tres, en un bollón de vidrio grueso (probablemente de dulce de leche).
Cuando me acercaba, él levantaba la cabeza y sin dejar de golpetear sobre el cordón de la vereda hacía un gesto impreciso a modo de saludo.
No intercambiaba con él más que eso: un cabeceo ligero o un “parece que va a ser un lindo día”.
Una tarde, cuando el tedio me dominó entre las moscas y un calor húmedo sofocante, salí a dar un paseo.
Iba caminando lentamente, balanceándome, con el pañuelo secándome la frente y el sombrero echado para atrás como lo había visto llevar a Humphrey Bogart en una película de vermut en Buenos Aires. Al llegar a la estación vi una vez más al hombre viejo y me acerqué a saludarlo.
Al oírme, y sin levantar la vista de los clavitos me dijo:
- ¿Usted es amigo de ese muchacho?
- ¿Qué muchacho?- pregunté con gran asombro.
- Ese que vive a tres calles, en la casa de verjas negras.
- ¿Emilio? ¿Usted lo conoce?
- ¿Y usted?
El anciano siguió enderezando los clavos en silencio. Había dado por finalizada la conversación.
Tía Aurora insistía en averiguar que me traía entre manos y hacía un sin fin de preguntas mientras cenábamos en la cocina.
Llegó el martes y fui nuevamente a un recital de Amanda. Emilio estaba esperándome en la puerta. Fumaba uno de esos cigarrillos de hoja negra detrás de una boquilla de nácar.
La lectura finalizó temprano y los dos nos fuimos caminando hasta su casa.
- Va a llover- dije y miré al cielo.
- ¿Pasás a tomar un café con brandy?
- Mejor me voy antes que empiece la tormenta.
- ¿Le tenés miedo a las tormentas?
- Sólo cuando tengo que regresar a casa caminando.
- ¿Y a los vampiros?
Hice un gesto con el brazo, que él interpretó como un saludo de despedida y cerró la puerta con un “Buenas noches”.
Elisa llegó de Young con una valija repleta de nansú y gasas. Tía Aurora, sin querer ser grosera, sugería que yo partiera, y me daba una infinidad de consejos para el viaje.
Cuando empezó a traer regalos para mamá y María Laura entendí que había estado mucho tiempo en su casa, así que pensé, más que en volver a Santa Fe, conseguir un hotel barato o una pensión para no molestar a nadie y seguir disfrutando de aquellos días de vacaciones.
Emilio me invitó a quedarme en su casa pero me pareció mejor la idea del hotel.
Encontré uno a pocas cuadras del centro. Estaba limpio y podía pagarlo, además anunciaba “Desayuno incluido: té o café y dos medialunas”. La ciudad era realmente amable, con tardecitas de calor y gente en las confiterías. Todo era como cuando tenía doce años y pasaba los veranos en Santa Lucía. Iba y venía en mi bicicleta roja, con un canasto de mimbre sobre la rueda y el manillar. Deseaba que el verano no terminara y que las clases de francés se postergaran hasta julio o agosto.
El hotel era pequeño, con no más de doce habitaciones. La mía daba a la calle, con un balcón donde habían colocado una jaula de hierro con dos cardenales.
En el baño encontré, detrás de la cortina descolorida y gastada, una bañera esmaltada, de un verde suave, esmeralda, con bordes ribeteados en negro, y cuatro patas de piedra simulando horribles garras con seis dedos que culminaban en uñas afiladas.
Sentí cierta curiosidad y decidí darme un baño en ella. Abrí el grifo lo más que pude y comencé a desvestirme mientras observaba el agua caer en un chorro continuo que se perdía bajo el vapor del fondo de la bañera.
Una vez que el agua llegó a una altura considerable me metí lentamente, primero un pie, luego el otro, para sentarme, recostarme y zambullirme por completo.
Enseguida asomé la cabeza por el borde de la tina y observé a mi alrededor. Tenía los oídos completamente tapados y todo me parecía una filmación muda, como las que veía en el cine Palace.
Luego sumergí una vez más la cabeza y creí oír voces.
Eran unas voces que producían ecos en mi cabeza. Primero lejanas, luego instaladas en medio de mi cráneo.
Eran Elisa y tía Aurora hablando de alguien (luego me di cuenta que se referían a mí).
“Tenemos que hablar con el Intendente al respecto” dijo Elisa.
“No, mejor con la Liga de Comerciantes. Ellos son muy influyentes. El diputado Paz les debe muchos favores” dijo mi tía.
“Con cualquiera, pero hay que hablar cuanto antes. El no puede seguir quedándose en esta ciudad”.
“Hoy mismo hablo con los delegados. Lo obligaremos a marcharse”.
Alcé la cabeza de la bañera. Todo seguía igual, en sepulcral quietud y silencio.
Me paré de inmediato, tomé el toallón que habían dejado en un aro de madera gris y comencé a frotarlo en mi cuerpo.
Mientras me vestía no hacía otra cosa que recordar la extraña conversación.
Salí a la calle sin saber dónde ir por lo que decidí caminar hasta la plaza.
A unas diez o doce cuadras encontré un grupo de gente apretada como avispas frente al camoatí y en el centro un ventrílocuo sentado con su muñeco. No oí la larga conversación que mantenían, que indudablemente estaba llena de situaciones cómicas, sólo me detuve en los rasgos del muñeco, y cada vez me convencía más de que era igual a mí.
De repente sentí que la gente se daba cuenta y me observaba sobre los hombros, con el rabillo del ojo, que se golpeaban con el codo y volvían a mirarme de soslayo. Minutos después me fui cabizbajo y sonrojado, antes de que el artista terminara el acto.
Llegué a casa de Aurora, que me recibió más amable que en otros días. Me invitó con mate y tostadas y me dijo que quería que conociese a unas personas.
- Quiero que te relaciones con gente de aquí. Son unos señores muy influyentes- dijo mientras volvía a enrollar la lana en la madeja que uno de los gatos había abierto y desordenado.
Yo, que por un momento quedé observando el cucú salir y entrar, indeciso, del reloj de roble tallado, dije:
-Sí, sí, claro. Cuando quieras.
Dejé a tía Aurora en el patio de su casa, entre malvones y siempre vivas, y regresé al hotel.
Me senté a los pies de la cama y quedé inmóvil por un buen rato. Enseguida comencé a desabrocharme los cordones de los zapatos, para desvestirme después y darme un baño.
Me tiraba, con golpecitos de palma, agua en el pecho y en la espalda, sobre la cabeza. Entonces, cuando ya tenía el pelo mojado por completo, me sumergí en la bañera.
Abrí los ojos debajo del agua tibia y cristalina, y vi mis manos moverse como buscando un punto de apoyo. Oí, entonces, dos voces que se acercaban.
“Me parece que tenemos poco tiempo” dijo la mujer “el partirá en pocos días”.
“No quiero hacerle daño. No a él” dijo el hombre, que enseguida me di cuenta que era Emilio.
“No debés mezclar en esto los sentimientos” replicó la mujer.
“Muy bien, entonces será mañana” dijo Emilio, y las voces se perdieron en el agua.
Saqué la cabeza por encima de los bordes de la tina y luego salí de un envión mojando todo a mi paso hasta llegar a la mesa de noche. Saqué del cajón un pañuelo y sequé completamente mi cara mientras me observaba en el espejo.
La noche fue cálida, llena de mosquitos y grillos. Dormí poco, y lo poco que dormí estuvo invadido de pesadillas.
La encargada del hotel, que siempre estaba detrás de la baranda del recibidor, ocupaba gran parte del día en trasplantar flores silvestres, de macetas pequeñas (a veces eran latas de duraznos) a otras más grandes y nuevas.
Al verme siempre preguntaba si ése era mi último día en la ciudad. Su esposo, un hombre cincuentón pero consumido, se encontraba siempre en medio de montañas de papeles, libretas de banco y facturas de luz y agua.
Saludé cortés, como siempre y fui a casa de Emilio.
En la estación se encontraba nuevamente el anciano de los clavos, pero esta vez no levantó la cabeza del suelo. Estaba machacando una y otra vez el mismo clavito, que ya estaba recto como un florete y brillaba por las muescas que le producían los golpes. Sin embargo él seguía martillándolo.
Emilio me recibió en la sala. Vestía una bata azul con arabescos sobre la ropa de calle que disimulaba un pañuelo de seda.
- Quiero que vengas esta noche -dijo- mamá quiere conocerte.
- ¿A qué hora te parece mejor?- pregunté.
- A las diez.
Tomamos café irlandés e intercambiamos libros (yo me llevé un “Decamerón” con ilustraciones antiguas y un tratado sobre la novela rusa).
Como no tenía mucho que hacer y tía Aurora se mantenía distante, volví al hotel para hojear los libros.
Una vez en la cama, descalzo pero vestido, me vinieron unas ganas irresistibles de darme otro baño.
El agua resonaba opaca formando miles de burbujas en el fondo de la tina.
Me aferré a sus lados y me metí de a poquito.
Una vez en la bañera, sumergí mi cabeza en el agua.
Comencé a oír las voces nuevamente. Eran voces extrañas. Una, con gran dificultad, advertí que era la del anciano de la estación.
“¿Cuántos le parece que serían suficientes?” preguntó.
“Creo que no más de treinta” dijo el ventrílocuo.
“Son buenos clavos, la mayoría de acero. Estoy seguro que le vendrán bien”.
“Eso espero. A mí me da mucha pena desprenderme del muñeco, pero este encargo es algo especial” dijo el ventrílocuo.
“¿Le pagaron bien?” preguntó el viejo.
“Buen dinero” concluyó el ventrílocuo, y las voces desaparecieron.
Salí de la bañera desconcertado. Estaba cansado. Las piernas apenas podían sostenerme en pie.
La puerta retumbó con varios golpes en tandas de dos.
- ¿Quién es?- pregunté.
- La Sra. Mirta. Tiene un llamado telefónico en recepción.
- Por favor, tome el mensaje -dije mientras me secaba.
Era tía Aurora. Dejó dicho que me esperaba en su casa esa noche a las diez. Pidió que vistiera formal ya que irían personas muy importantes.
Recogí el mensaje, lo doble en cuatro y salí a la calle. Era una tardecita cálida y húmeda.
Paré frente a un puesto de fruta y verdura y quedé observando los cajones apilados que se dividían en naranjas y rojos, verdes, morados.
Tomé una manzana, la más grande, y la froté con fuerza en mi camisa. Se veía hermosa con la luz brillando en sus contornos. Entré y la coloqué sobre la balanza que en un plato tenía dos pesas pequeñas y una aún más chica, y en el otro una hoja de diario abierta en la página de avisos fúnebres.
Detrás del mostrador, de los bollones de azúcar y yerba, había, en una jaula de madera con tejido fino y acerado, un casal de palomas blancas. Eran inmensas. Sus colas estaban abiertas y firmes como los dedos de la mano de un pianista. Se movían en forma ceremoniosa y lenta.
Pagué mi fruta y la fui comiendo en el camino.
A dos o tres cuadras del puesto oí que me llamaban. Al volverme vi al anciano de los clavos.
- Señor, tengo que hablar con usted. Es algo que le va a interesar. Esta noche lo veo en la plaza, del lado sur. Voy a estar a eso de las diez.
No le contesté. Quedé por unos instantes con la boca abierta. El dio por afirmativa mi respuesta y se marchó cojeando, sobre su bastón de mango de hueso.
Entonces recordé a mi tía: en su casa a las diez, y recordé a Emilio: “a las diez”, pensé en el ventrílocuo y su muñeco, en el anciano de los clavos: a las diez en la plaza.
De prono sentí un fuerte dolor en el cuello y en la espalda. Caminé unos cuantos pasos y regresé. Caminé en sentido contrario pero también regresé, y quedé inmóvil no sé por cuánto tiempo. Un miedo irracional vencía mis piernas.
Metí la mano en el bolsillo del pantalón y saqué una billetera de piel de cocodrilo. Miré y sí, tenía dinero suficiente. Lo había decidido, no volvería al hotel. No vestiría formal, ni tomaría café con brandy, ni iría a la plaza, del lado sur, esa noche.
Caminé a zancadas hasta la estación, cuidando no toparme con el anciano. Fui a la taquilla y pregunté por el tren a Montevideo.
- Diez minutos - dijo en muchacho detrás de las rejas.
Observé mi reloj una vez más. Metí la mano en el bolsillo del pantalón y pedí un boleto.

DUILIO LURASCHI

(Cuento de “El huésped”, Ediciones Aymara, 1999).


DUILIO LURASCHI: Nací en Montevideo, en el año 1963.
Colaboré, desde 1984 con distintas publicaciones en Uruguay y en el extranjero: Bolivia, Suecia, Francia, México, E.U.A.
Publiqué 8 libros todos de cuentos y relatos (Vértigo, El duelo, El huésped, Providencias, Las fieras, Montenegro, Las leyes, La frontera).
Tengo una recopilación de mi obra: Estación Pereira.
Integré también publicaciones colectivas: El lado oculto de la luna y La mirada escrita.
Aparezco en el Nuevo Diccionario de la Literatura Uruguaya.
Con algunos de mis cuentos se realizaron cómic (Vértigo) y dos cortometrajes: Error fatal y La fila.
Fui jurado en el concurso anual de narrativa del Ministerio de Educación y Cultura (Uruguay).

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