domingo, 4 de abril de 2010

 

Más de Luis Silva Schultze

Dando continuidad al blog, después de algún tiempo, les apresento hoy un relato, bastante intenso, que Luis Silva Shultze nos ha hecho llegar desde Cataluña.
Agradezco la paciencia de los que han mandado textos para el blog Exilios, y pido disculpas por la demora en publicar. Por motivos de fuerza mayor, no he podido dedicar al blog el tiempo que me gustaría. Pero todos los textos enviados a serán, en la secuencia, postados . Buena lectura, y como siempre, los aguardamos con comentarios, textos u otros aportes.
LOS HERMANOS

Aunque Alfonso era muy amigo de Raúl desde hacía muchos años, nunca lo había visto trabajando como portero en el Hipódromo de Maroñas en Montevideo. En una tarde de domingo otoñal, y con el fin de conocer un ambiente distinto a los círculos universitarios en el que se movía habitualmente, Alfonso se acercó, por primera vez, a ver como corrían los caballitos. Para que Alfonso estuviera bien acompañado, Raúl le presentó a Carlos Rodríguez y a su hijo Federico, consumados especialistas hípicos y vecinos suyos en la calle Atenas de Piedras Blancas. Los Rodríguez eran dos gordos exactamente iguales con veinte años de diferencia. Vestían unos trajes oscuros, muy desplanchados, camisas blancas salidas un poco de las barrigas, corbatas chillonas con nudos enormes y desprolijos, y finalmente todo se remataba abajo con unos championes impecables y que eran lejos lo mejor del vestuario. Se pusieron a discutir en voz alta desde que se sentaron, a la vez que hacían bailar unos mondadientes, más por adorno que por higiene bucal. Sentado entre ellos, asombrado con la boca abierta, los ojos del flaco Alfonso con sus lentes enormes de miope, iban y venían de un Rodríguez a otro como si hubiera ido al tenis, y solo descansaban cuando aquellos consultaban el programa de carreras en el diario que cada uno llevaba. Éstos periódicos, enrollados con fuerza, servían también para señalar yeguas ganadoras y rubias despampanantes, para amenazar al otro con un martillazo impreso, o hacían de fusta como si fueran ellos los jockeys cuando se ponían de pie al final de las carreras. Éstas se iniciaban siempre en el lado opuesto a la tribuna de espectadores, y Alfonso en ese momento sólo veía una enorme nube de polvo que se levantaba, y no hubiera sabido decir si corrían ñus, cebras, gacelas o impalas. Sin embargo, sus acompañantes discutían por los milímetros existentes entre los hocicos.
---Senigalia salió primera con permiso de Potranca Hermosa.
---¡¿Qué tenés, las cataratas del Iguazú?!!!Es Supositoria que se va solita como los guapos de mi barrio!
No todos eran guapos en Piedras Blancas. Carlos Rodríguez tenía otro hijo, Sergio, dos años menor que Federico, muy delgado y llamativamente afeminado. Su padre no podía explicarse como la naturaleza le había obsequiado “con aquello”, justo a un macho como él, que en lugar de comprar miel la conseguía masticando abejas. Sergio nunca jugaba al futbol en los partiditos que se armaban frente a su casa, y prefería sentarse en los muritos con las chicas del barrio, que le confiaban sus primeros secretos menstruales, o bien sus preferencias entre los bravíos jugadores, que con los torsos desnudos corrían detrás de una pelota salpicada con sangre charrúa.
Un día, cansados y asustados por los rumores de los vecinos sobre la dudosa hombría de Sergio, y que peligrosamente estaban llegando al cercano hipódromo, Carlos y Federico, resuelven casar a Sergio con Roxana, una humilde muchacha del interior del país, que limpiaba desde pequeña en la casa y que siempre había soñado con formar un hogar en la gran capital. Lo de hogar iba a ser simbólico, porque a la flamante pareja les dieron para vivir un galpón destartalado y sin luz, atrás del hipódromo, que tiempo atrás había servido para bañar a los caballos. Raúl le contó a Alfonso, que seguía con interés el caso, que como él estaba pasando un mal momento económico, se le había ocurrido, como regalo, pedirle a un primo suyo, fotógrafo del diario El País, que incluyera gratis en la página de Sociales el nuevo enlace. De ésta forma, mientras los dos gordos orondos mostraban el recorte por todo Montevideo, ahuyentando los fantasmas que rondaban por sus testículos pensantes, Roxana le lavaba el pelo a Sergio, sentado en el pastito frente a su rancho paupérrimo, en el único contacto amoroso que disfrutaban. La idea del regalo fue un gran acierto, y acercó aún más a Raúl a la familia Rodríguez hasta hacerlo confidente, para luego contarle por carta los secretos a su amigo Alfonso, ahora radicado en Barcelona.
Meses más tarde, les llegó a los Rodríguez, para fin de año, una postal de Federico, desde las afueras de Milán, informando que trabajaba en una enorme finca cuidando caballos. Contaba que le iba muy bien, y agregaba al despedirse que iba a mandar un pasaje de avión para “ayudar a Sergio a salir adelante”.
Con el flamante Mercedes de su jefe, Federico fue a buscar a Sergio al aeropuerto, y al arribar a la finca, entró por la parte de atrás, zona que sólo él pisaba. Cuando llegaron al cobertizo, sin ninguna dificultad por la diferencia física entre ambos y por la sorpresa mayúscula, Federico derribó a Sergio al piso de tierra e inmediatamente le encadenó un tobillo a una cadena de cuatro metros que tenía preparada en un poste.
---Ahora me las pagarás todas, hermanito, todas. La vergüenza que tuve muchos años con tus mariconadas, te las voy a cobrar y bien cobradas, nenita. ¿Te acordás cuando le dijiste a mi amigo Antonio que con aquella camisa roja quedaba muy buen mozo y toda mi barra no paraba de reír? ¿Te acordás cuando todo el barrio me preguntaba si ya tenías novio? Aquí te voy hacer macho y nadie te va reconocer a la vuelta.
Pasados ocho meses se organizó una fiesta monumental festejando las bodas de plata de los dueños de casa. Federico no paró de ir a buscar invitados al aeropuerto y a la estación de tren que llegaban de toda Europa. Uno de ellos, el catalán Jordi, llegó solo, y por su manera de hablar y algunos gestos, el uruguayo pensó, “éste es igualito a mi hermano”.
De noche en el banquete, en pleno jolgorio, dos niños de diez años, se encaminaron hasta el fondo oscuro del interminable terreno ayudándose con una linterna que estaba colgada de la última puerta. Volvieron al rato llorando a los gritos y apenas articulando las palabras: “Hay un monstruo, hay un monstruo!! Tiene el pelo hasta la cintura y quiso caminar cuando nos vio pero no puede…es un monstruo encadenado!!”
Sergio estuvo internado en el hospital de Milán varios días para su recuperación física y sicológica. Jordi, que suspendió su vuelta a Barcelona muy impresionado por los acontecimientos, se sentaba en su cama para darle la mano a aquella calavera con suero, que, poco a poco, iba tomando los colores y los calores de la vida. Aquella calavera uruguaya-italiana, estaba pariendo un ser humano que nacía con veintidós años y ya con su primer amor a cuestas.
Desde Montevideo, un tiempo después, Raúl le mandó a Alfonso, la dirección que venía en el remitente de una carta de Sergio a su madre desde Barcelona. Otra vez, como en el tenis del hipódromo, los ojos de Alfonso iban y venían entre Sergio y Jordi, pero ahora, iban y venían compartiendo la alegría de la existencia.
Luis Silva Schultze (Uruguay-Cataluña, 2010)

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