sábado, 12 de junho de 2010

 

Fútbol para gente de fé

Hola. Aprovecho el clima de Copa del Mundo para postar un cuento de Luis Silva Schultze, nuestro uruguayo en Cataluña, que gentilmente cedió este relato para nuestro blog.
Nada más adecuado para conmemorar un evento tan importante del deporte mundial, que articula nuestras más firmes identidades nacionales y místicas, que regarlo con este relato, que, estoy segura, ganará por goleada los corazones de nuestros futboleros de fé. A continuación, el cuento.



LLUVIA DE GOLES

por Luis Silva Schultze

Pachicho nació en 1943 en el barrio de Peñarol, al norte de Montevideo. Cuando cumplió los diecisiete años, comenzó a trabajar, a cien metros de su casa, en los talleres ferroviarios instalados por los ingleses, a mediados del siglo diecinueve. Casi a la vez que se escucharon los primeros silbatos de trenes uruguayos, y en esos mismos talleres, partió para la historia el club de futbol con el nombre de la barriada, cuyos colores, amarillo y negro a rayas verticales, copiaban las barreras de los pasos a nivel en las vías. Para Pachicho, esa camiseta de Peñarol, hizo de pañal y de pijama antes de usarla debajo de la túnica escolar, y más tarde sirvió como uniforme laboral martilleando en el techo de algún vagón. Nieto de esclavos y negro como el carbón de las viejas locomotoras, su corazón latía los domingos al repique de unos tamboriles candombeando por la tribuna del estadio, y como un jugador más, ese mismo corazón bajaba al césped a darle una mano a los suyos, corriendo con la pelota pegada al pie para que ella pudiera besar la red contraria. Su madre siempre decía que su hijo más que hincha de Peñarol, era él mismo Peñarol.
En las vacaciones de semana de turismo de 1964, Pachicho fue con algunos amigos a un campamento en el balneario de Piriápolis. El sábado, el día que llegaron, tuvieron que levantar la carpa bajo un fuerte aguacero, que se hizo más intenso con el correr de las horas. Habían llevado una cocinilla de gas para cocinar, pero por la lluvia torrencial, nadie se animaba a ir hasta el almacén para ponerle algo a la olla. Del travesaño horizontal que sostenía la tienda, colgaba una radio portátil japonesa. Los planes de jugar al futbol con una pelota de goma en la playa, y luego ir de noche a bailar con la música de Elvis, se tuvieron que cambiar por cuentos, historias y anécdotas que apenas podían entrar en aquél reducido espacio, muy cálido, pero donde ya aparecían las primeras goteras. Como si todo el grupo hubiera ido a un desierto, ninguno de los muchachos había llevado un paraguas o un impermeable.
El martes, aquella furia de la naturaleza había tomado tales proporciones, que nadie tenía dudas que el fin del mundo iba a ocurrir antes del Viernes Santo. Sin embargo, sorpresivamente, Pachicho preguntó si alguien lo acompañaba a rezarle a San Antonio para que Peñarol, al día siguiente miércoles, tuviera suerte en la final de la Copa de Campeones en Chile contra Independiente de Argentina. La estatua de San Antonio estaba, sin ningún techito de resguardo, en la cumbre del cerro que dominaba el lugar, a cinco kilómetros del campamento. Durante dos minutos hubo un gran silencio y todos miraban y escuchaban al viento lleno de agua. Pero para algo están los amigos, dijo finalmente el flaco Luis, y se levantó para ir a la vez que se ponía una gorra. A diferencia de Pachicho que tenía unas firmes creencias religiosas con aportes de animismos africanos heredados, catolicismos parroquiales en el barrio y espiritismos brasileros importados, Luis era un ateo que no creía que ninguna fuerza sobrenatural podía actuar sobre una pelotita que picara por aquí abajo en la Tierra. Pero conocía también el gran valor que tienen para la vida, la lealtad y la fidelidad en la amistad, tanto en las sequías de un desamor, como en las inundaciones del cielo.
Y allá iban subiendo los dos en busca del santo, más propiamente nadando que caminando. Pachicho, muy concentrado en la metafísica peñarolense, iba ya tratando de establecer las primeras conexiones con el más allá, mientras que Luis se iba preguntando, en la hipótesis de que Dios existiera, como se las arreglaría éste en el caso que algunos argentinos se empaparan igual que ellos por Independiente en algún cerro de su país.
Al fin, casi licuados, llegan al sitio sagrado. Era evidente que la ceremonia no se iba a suspender por lluvia. Pachicho se adelanta, y se arrodilla en un gran charco con olas sin espuma a los pies de la estatua, y comienza a implorar con los brazos extendidos, como si sostuviera un paraguas, en sentido contrario a como bajaba una catarata divina desde la cabeza del Santo. Mientras tanto, Luis, como no tenía donde guarecerse, no le quedaba más remedio que bañarse como Dios manda, aguardando que terminara el encuentro, espiritual y cromático, entre los amarillos y negros de por aquí abajo, con los colores divinos que sólo eran captados en el telescopio del alma de Pachicho.
Llegaron de vuelta a la carpa, tiritando, estornudando, mareados con las primeras fiebres, y empapando con sus ropas a los amigos que estaban bien calentitos, aunque sin ducharse. Pachicho y Luis se metieron inmediatamente en los sobres de dormir, enfermos pero con la satisfacción del deber cumplido, cada uno el suyo.
Al día siguiente, mientras seguía diluviando, todos escuchan el partido en el relato de Carlos Solé, que atravesando cordillera y temporal, aparecía milagrosamente por los pequeños altavoces japoneses. Pero esa voz, que tantas veces en ocasiones anteriores había traído la emoción de increíbles hazañas victoriosas, ahora anunciaba una dolorosa derrota: Independiente cuatro, Peñarol uno.
Nadie se animaba a hacer un comentario, pero de reojo todos miraban a Pachicho, más triste que sus antepasados con cadenas, y que, llorando, estaba tan mojado como el día anterior.
Hasta que Luis, aún sabiéndose inoportuno, pero sin poder aguantar la tentación, pregunta :
--- ¿ Para qué sirvió Pachicho lo de ayer si hoy nos metieron cuatro?
--- Suerte que fuimos flaco, sino nos hacían doce.

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